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Capítulo 8. El precio de la dignidad.

Amy Espinoza

La observé avanzar hacia el centro de la sala, su perfume caro desplazando el aire, y ese andar suyo, erguido y altivo, que siempre me hizo sentir que yo estaba en territorio ajeno aunque fuese mi casa. 

Era una mujer de cincuenta años con el cabello perfectamente peinado, los labios rojos.  Vestía como si fuera a una reunión importante: traje color crema impecable, collar de perlas, el cabello perfectamente recogido. El tipo de imagen que usa para recordarte que ella pertenece a un mundo donde las apariencias lo son todo. Todo en ella gritaba "estatus

Siempre me había visto con una mezcla de condescendencia y lástima, como si yo, con mi pasado de cantante, no fuera lo suficientemente buena para su hijo, un actor en ascenso. 

El golpe en el hombro al entrar me hizo retroceder, como si yo fuera un simple obstáculo en su camino. Cerré la puerta detrás de ella. El silencio de la casa era pesado, casi irrespirable.

—Siéntate, Amy —dijo, señalando el sofá con un gesto autoritario. No me moví. Me quedé de pie, con los brazos cruzados sobre mi pecho, protegiéndome de ella, de sus palabras, de todo lo que representaba. 

—No, gracias. Prefiero quedarme aquí. Dime lo que tengas que decir y vete. Su ceño se frunció. 

La máscara de la elegancia se resquebrajó por un instante, dejando ver una irritación contenida. 

—No seas infantil, Amy. Esto es serio. 

—Lo sé —respondí, y mi voz salió más firme de lo que esperaba—. Lo fue cuando me enteré por una revista que su hijo se casó. Y lo ha sido desde entonces. 

La señora Soler suspiró con impaciencia.

—No sé qué clase de teatro te estás inventando —comenzó, mirándome de arriba abajo—, pero es hora de que entres en razón.

El golpe de Adrián, su traición, la escena con Luciana… todo volvió a mi mente de golpe, pero no me moví. No iba a darle el gusto de verme quebrada.

—Señora Daeneris, Si has venido a defender a su hijo, ahórrese el discurso. No me interesa escuchar excusas.

Ella sonrió como si yo fuera una niña malcriada.

—No vengo a excusar a nadie, vengo a ponerte los pies en la tierra. Tú y yo sabemos que las discusiones de pareja son normales. No exageres.

Mi mandíbula se tensó tanto que sentí que podía romperse.

—¿Discusiones? Su hijo no solo me puso los cuernos y se casó con otra mujer, si no que me levantó la mano. Eso no es una simple discusión, señora.

Su expresión apenas cambió, como si lo que había dicho no mereciera importancia.

—En las mejores familias hay momentos así. Lo importante aquí es que tú entiendas tu lugar y lo aproveches. Ustedes  son una familia. Tienen una hija. Eso no se puede romper por un malentendido. 

—¿Un malentendido? —El ardor en mi voz no pude contenerlo—. ¿Así le llama lo que hizo? ¿A mentirle al mundo entero mientras vive conmigo? Por favor, no insulte mi inteligencia. 

—Él no te mintió. Te protegió. Esta es una oportunidad de oro para su carrera, un negocio que cambiará su vida y la tuya. Luciana Velasco es la hija del dueño de una de las industrias más importantes. ¿Entiendes el poder que eso representa? Adrián, con su talento, y la familia Velasco, con su influencia, es la combinación perfecta.

—Yo también le di contactos para que saliera adelante cuando empezó. Lo ayudé a conseguir su primer papel importante. Me olvidé de mi música, de mi carrera… ¿Y así es como me lo paga?

 —Tú eras una cantante sin futuro, Amy. Siempre supiste que no llegarías lejos. Adrián es una estrella en ascenso. Necesita a alguien que esté a su nivel, no un lastre. Luciana es la pareja que él necesita en este momento. 

Sus palabras fueron como una bofetada. 

—Usted está loca. 

—Él la necesita no solo por su carrera, también lo hizo por ustedes. Para asegurar un futuro para Mía. Porque con su fama y su dinero, tu hija nunca tendrá que pedir nada. 

—¿Y cree que yo quiero que mi hija crezca sabiendo que su padre es un mentiroso? ¿Qué el matrimonio es un simple negocio? No. No voy a permitirlo. 

La señora Soler se puso de pie, cruzando la sala con pasos decididos hasta que estuvo a pocos centímetros de mí.

—Amy, estás cometiendo un grave error. Si te opones a esto, no solo te harás daño a ti misma, sino también a Mía. La industria del cine es un mundo pequeño. Adrián ahora tiene una familia de mucho poder. Si te pones en su contra, te juro que no volverás a conseguir trabajo y tu hija pagará las consecuencias de tu estupidez. Debes saber cuál es tu lugar.

La rabia me subía por la garganta. No me intimidaba. No después de lo que me había hecho Adrián.

La sangre me hirvió.

—¿Mi lugar?

Se acomodó el collar con una delicadeza irritante.

—Sí, ella es la esposa, pero si tú eres inteligente, te conviene mantenerte cerca, seguir tu relación con él.

Reí sin humor.

—¿Me está diciendo que acepte ser… qué? ¿La amante oficial de su hijo?

—No seas exagerada. Eso es una tontería. —Su tono era frío, como si estuviera negociando un contrato—.Solo tienes que seguir como hasta ahora. A ti no te faltará nada, y a la niña tampoco.

La indignación me subió desde el estómago hasta la garganta.

—¿Y mi dignidad, señora? ¿Dónde queda eso?

Suspiró, como si yo estuviera perdiendo el tiempo hablando de cosas irrelevantes.

—La dignidad no paga facturas. Escucha bien: si te conviertes en un obstáculo, si insistes en enfrentarte a esta unión, las cosas pueden ponerse muy feas para ti. .

Di un paso hacia ella, ya sin ganas de disimular mi furia.

—¿Me está amenazando?

Su mirada se endureció

—Te estoy dando una oportunidad. Piensa en el futuro de tu hija. Piensa en la seguridad que tienes ahora. No tires todo por la borda por un arranque de orgullo.

—¿Orgullo? —solté una carcajada amarga—. Lo que usted llama orgullo, yo lo llamo respeto por mí misma. Y no, señora, no voy a aceptar que ni usted ni su hijo me humillen de esta manera.

Su boca se curvó en una sonrisa cargada de desprecio.

—Eres igual de terca que el primer día que te conocí.

—Y usted, igual de soberbia. —Mi voz se volvió tan cortante como podía—. Así que hágase un favor y salga de mi casa antes de que le recuerde que aquí no tiene ningún poder.

Ella no se movió. Me observó unos segundos, como si evaluara si valía la pena seguir presionando.

—Consta que te dimos una oportunidad, Amy. No digas luego que no te lo advertí. Porque rechazar a mi hijo te va a salir muy caro.

Ese “te dimos” me revolvió el estómago.

—Yo no necesito oportunidades de alguien que cree que puede comprar la voluntad de las personas.

Me acerqué a la puerta y la abrí, esperando a que saliera. Por un momento, pensé que iba a seguir hablando, pero en lugar de eso, se acomodó el bolso con un gesto lento, casi teatral, y caminó hacia la salida. Sus tacones resonaron en el suelo como un reloj de cuenta regresiva.

Justo antes de cruzar el umbral, se giró.

—No subestimes lo que un hombre herido… y una madre protectora… son capaces de hacer.

La miré a los ojos, sin parpadear.

—Y no subestime lo que una madre dispuesta a proteger a su hija está dispuesta a soportar… o a enfrentar.

Ella sostuvo mi mirada un segundo más, luego salió. 

Cerré la puerta detrás de ella y me quedé un momento con la mano en el picaporte, como si así pudiera bloquear también las palabras que me había lanzado. Pero no. Sus amenazas y su desprecio ya estaban metidos en mi cabeza, como un eco constante.

Mi respiración estaba agitada. No era miedo. Era esa mezcla tóxica de rabia e impotencia que te quema desde adentro. 

La mujer había venido a mi casa, a mi espacio, para minimizar lo que su hijo había hecho y para convencerme de que aceptara ser un adorno invisible en la vida de Adrián.

No. Nunca.

Necesitaba ver a Mía. Necesitaba abrazarla y sentir que había algo en mi vida que seguía intacto. Caminé hacia su habitación con pasos más rápidos que lo normal.

Cuando abrí la puerta, la encontré sentada en el suelo, rodeada de muñecas y bloques de construcción, como si estuviera en su propio mundo, ajena a todo lo que había pasado. 

Su risa, suave y clara, me golpeó en el pecho como un recordatorio de que todavía había luz.

—Hola, mamá —me saludó sin levantar mucho la vista, concentrada en encajar dos piezas que parecían resistirse.

Me agaché junto a ella, dejando que mis rodillas tocaran la alfombra.

—Hola, mi amor. ¿Qué construyes?

—Una casa… —respondió con una sonrisa que se fue agrandando—. Pero esta tiene paredes muy fuertes para que nadie la pueda romper.

Me tragué las lágrimas que amenazaban con salir.

—Me gusta… —dije, acariciándole el cabello—. Las casas fuertes son las mejores.

Jugamos un rato, lo suficiente para que el peso en mi pecho se aligerara un poco. Pero sabía que la rutina debía continuar, aunque lo único que quisiera era detener el tiempo ahí mismo. Le di de cenar, y luego le dije que era hora de bañarse.

—¿Puedo llevar mi muñeca? —preguntó, levantándola en el aire como si estuviera presentando a una invitada especial.

—Claro que sí, pero no la mojes mucho —advertí, y ella corrió hacia el baño con esas pequeñas risas que llenaban el pasillo.

Mientras preparaba el agua, no pude evitar pensar en lo que vendría. La madre de Adrián no había venido a visitarme por casualidad. Su tono, sus palabras… todo indicaba que había un plan. 

Y aunque quisiera creer que solo eran amenazas vacías, la experiencia me había enseñado que esa mujer nunca hablaba por hablar.

Mía entró al baño y se dejó desvestir sin protestar. Cuando la sumergí en el agua tibia, sus hombros se relajaron. Lavé su cabello con cuidado, intentando borrar de mi mente la imagen de Adrián con Luciana en esa maldita revista.

—Mamá, ¿puedo preguntarte algo? —dijo de pronto, con esa voz pequeña que usaba cuando tenía miedo de la respuesta.

—Claro.

—¿Papá va a venir?

La pregunta me atravesó como una flecha. Por un momento quise decirle que sí, que todo iba a estar bien, que él no la había olvidado. Pero no podía seguir alimentando esperanzas que tal vez nunca se cumplirían.

—No lo sé, Mía —respondí con suavidad—. Pero recuerda lo que te dije antes: no importa lo que pase, siempre te vamos a querer.

Ella asintió, aunque no dijo nada más. 

Terminamos el baño en silencio, y al secarla me encontré acariciando su cabello más de lo necesario, como si quisiera grabar en mi piel cada segundo de calma antes de que algo más sucediera.

La llevé a la cama y me acosté a su lado. Me pidió que le contara un cuento, y lo hice, inventando una historia sobre una niña que construía un castillo tan fuerte que ninguna tormenta podía derribarlo. 

Ella se durmió antes de que pudiera terminarlo, con la muñeca apretada contra el pecho.

Me quedé mirándola en la penumbra, escuchando su respiración tranquila. En ese momento, todo parecía tan frágil… como si con un solo movimiento brusco todo pudiera romperse.

Me quedé durmiendo con ella. Cerré los ojos, intentando dormir también, pero mi mente no me lo permitió. Las palabras de la madre de Adrián volvían una y otra vez. “Si te conviertes en un obstáculo, las cosas pueden ponerse feas para ti”.

No sabía cuánto tiempo pasó, pero la luz de la mañana empezó a colarse por la ventana antes de que pudiera conciliar el sueño. Me levanté despacio para no despertarla y fui a la cocina a preparar el desayuno. Puse a calentar agua para el café y corté unas rebanadas de pan, intentando aferrarme a la normalidad de esos gestos.

—Mamá, ¿me ayudas con el uniforme? —escuché la voz de Mía desde su habitación.

—Claro, amor —respondí, secándome las manos y caminando hacia ella.

La ayudé a vestirse y a peinarse, y justo cuando estábamos listas para salir, sonó el timbre. Me pareció extraño tan temprano.

—Quédate aquí —le dije a Mía, antes de ir hacia la puerta.

Cuando abrí, encontré a dos personas que no conocía. Vestían de manera formal, con carpetas en la mano. La mujer, de cabello recogido, fue la que habló primero.

—¿La señora Amy Espinoza?

—Sí, soy yo.

—Venimos por una denuncia. Según el reporte, usted ha invadido esta propiedad y debe irse de inmediato.

Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro.

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