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Capítulo 3. Un extraño acto de misericordia

Amy Espinoza

Salí del auto con las piernas temblando. Todo mi cuerpo estaba en shock por el impacto.

Las lágrimas seguían cayendo sin control, ardiéndome en las mejillas. El pecho me dolía como si me lo estuvieran aplastando. El aire parecía haberse ido del mundo. En ese momento no me importaba nada. No el tráfico. No los curiosos. Solo quería desaparecer.

El hombre del otro coche se bajó. Se movía rápido, con un porte que gritaba poder y una furia que casi se podía tocar. Alto. Cabello oscuro perfectamente peinado… hasta que el choque lo desordenó. Ojos verdes, fríos como cuchillas. Un traje oscuro que le quedaba impecable, aunque ahora estaba arrugado.

—¿Dónde sacaste tu licencia? —soltó sin siquiera presentarse, cada palabra impregnada de desprecio.

—¿Perdón? —susurré, apenas procesando lo que oía.

—Te pregunté de dónde sacaste tu licencia de conducir —repitió, más fuerte—. Creo que deberían quitártela.

Sus palabras eran dardos. En otro momento, habría respondido con la misma dureza. Pero no hoy. No después de la mañana que llevaba. No después de lo que había visto en esa maldita revista.

—Lo siento… —murmuré, mi voz rompiéndose a mitad de frase.

—¡Un lo siento no repara nada! —alzaba la voz, cada vez más molesto—. ¿Sabes cuánto cuesta mi vehículo? ¿No viste la luz roja? ¿Estabas distraída? ¿Pintándote las uñas? ¡Pudiste haber matado a alguien!

Su voz retumbaba en mis oídos, pero sonaba lejana, como si estuviera bajo el agua. La imagen de Adrián con Luciana seguía quemándome la mente.

Mis piernas se aflojaron. Me apoyé en el costado del coche. El aire no entraba. El pecho me ardía.

El hombre siguió hablando, pero yo ya no podía oírlo. Todo se reducía a esa presión insoportable en el pecho y al temblor que me recorría entera. Me llevé la mano al corazón, buscando oxígeno… pero el mundo se volvió negro.

—¡Señora! —su voz, ahora cerca, sonaba distinta. Preocupada.

Sentí cómo me sujetaba antes de que tocara el suelo. Me alzó con una fuerza que me desconcertó y me acomodó en el asiento trasero de mi auto.

—Voy a llamar a una ambulancia —dijo, sacando su teléfono.

—No… —logré decir, apenas audible—. Estoy bien.

—¿Bien? —bufó—. Acabas de chocar, casi te desmayas, y dices que estás bien.

No podía mirarlo. No podía contarle que hacía menos de una hora mi vida se había roto en mil pedazos. Que Adrián, el padre de mi hija, se había casado con mi mejor amiga.

—No necesito una ambulancia —repetí, un poco más firme—. Solo necesito… un momento… y un corazón nuevo.

Él me observó por unos segundos que se sintieron eternos. Después, su tono bajó.

—Llamaré a una grúa para su coche. No está en condiciones de conducir. Puede llamar a un taxi y al seguro para cubrir los daños.

Asentí, aunque por dentro me estremecía. La sola idea de llamar a Adrián, de tener que escuchar su voz, me revolvía el estómago.

Apoyé la cabeza en el asiento. Intenté respirar. Cada inhalación se sentía como si tragara cuchillas.

El sonido de sirenas me arrancó de mi trance. Una patrulla se detuvo junto a nosotros. Dos oficiales bajaron. El hombre se adelantó y comenzó a explicar el accidente con gestos enérgicos.

Uno de los policías se acercó a mí.

—¿Señora, está bien? —preguntó con voz firme.

—Estoy… —intenté decir, pero la voz volvió a quebrarse—. Estoy bien.

—¿Puedo ver su licencia y los papeles del vehículo?

Busqué en mi bolso, pero mis manos temblaban tanto que casi dejé caer los documentos. Se los entregué. El oficial los revisó, levantando la vista al leer un nombre.

—Este coche está a nombre de… Adrián Soler. ¿Es su esposo?

Tragué saliva.

—No… —dije, sintiendo el nudo en la garganta—. Ya no. Se casó con otra mujer.

Las palabras salieron solas, cargadas de veneno y dolor.

El oficial me miró sorprendido, pero no comentó. Me devolvió los papeles con calma.

—Déjeme hablar con el otro conductor.

Pero no tuvo tiempo. El hombre ya estaba allí, y su voz me congeló.

—No se preocupe, oficial. Fue culpa mía. Frené de golpe y por eso la señora me chocó.

Levanté la cabeza de golpe. ¿Qué estaba diciendo? Minutos antes estaba listo para despedazarme, y ahora… mentía para protegerme.

El oficial frunció el ceño.

—¿Está seguro?

—Sí. Fue un accidente. Nada grave. Mi seguro cubrirá los daños.

El policía dudó unos segundos. Luego asintió.

—Si ambos están de acuerdo en arreglarlo de forma privada, no hay más que hacer. Pero tengan cuidado.

—Gracias, oficial —respondió el hombre con una seguridad desconcertante.

Cuando la patrulla se fue, llegó la grúa para llevarse mi coche. Él se acercó y me ofreció su mano para ayudarme a bajar. Sentí una corriente extraña recorrerme el brazo cuando sus dedos rozaron mi piel.

—Te avisaré a qué taller lo llevan —dijo, guiándome hacia un lado mientras subían el auto a la plataforma.

Permanecí de pie, observando cómo mi coche desaparecía. Seguía intentando entender por qué había mentido por mí.

Cuando terminó, se volvió hacia mí.

—Mi auto aún funciona. Puedo acercarte a donde necesites.

No sabía si aceptar. Estaba agotada, rota, sin ganas de discutir. Asentí.

Él abrió la puerta del copiloto y esperó. Antes de que me sentara, extendió la mano.

—Maximiliano Delacroix.

El nombre me sonó de algo, pero no tuve fuerzas para analizarlo. Apreté su mano con vacilación.

—Amy… Amy Espinoza.

Ya sentada, no pude evitar preguntarle:

—¿Por qué mintió para protegerme? ¿Y por qué cambió de opinión sobre el seguro?

Maximiliano me sostuvo la mirada. En sus ojos verdes había algo más que cortesía. Un brillo extraño. Casi culpable.

—Digamos que… no siempre todo es lo que parece —respondió con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos.

Me quedé en silencio, pero una sensación incómoda se instaló en mi estómago.  Había algo en ese hombre… algo que no encajaba. ¿Por qué cambió repentinamente su actitud?

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