Amy Espinoza
Me apoyé en el estante de revistas, intentando mantener la compostura. No podía derrumbarme allí, no delante de Mía. Ella me miraba con curiosidad, sin entender la tormenta que se agitaba dentro de mí.
—Mamá, ¿te pasa algo? ¿Estás bien? —preguntó con su vocecita dulce.
Tragué saliva. Forcé una sonrisa. En ese momento, antes que mujer, era madre. Tenía que tragarme el dolor, el nudo en la garganta, y sonreír. No era la primera mujer que pasaba por esto, ni sería la última. Tenía que ser fuerte por mi pequeña.
—Sí, mi amor. Mamá solo está un poco cansada.
Con manos temblorosas, tomé la revista. Necesitaba leer cada palabra de esa traición, pero en casa, lejos de miradas. Ahora solo debía mantenerme entera por mi hija.
Terminé las compras a toda prisa. Durante el trayecto al colegio, mi mente era un torbellino de preguntas sin respuesta. ¿Cuánto tiempo llevaba esto? ¿Cómo pudieron Adrián y Luciana, mi supuesta amiga, hacerme esto? ¿Qué le diría a Mía si algún día preguntaba?
Al llegar, caminé por los pasillos sintiendo cómo las miradas se clavaban en mí. Algunas parecían ser de lástima, otras de burla. Como si llevara un letrero enorme en la frente que decía: Soy una cornuda.
En la puerta del salón saludé a la maestra y me agaché para despedirme de mi hija. La abracé más fuerte de lo habitual.
—Te amo, princesa —le susurré.
—Yo también te amo, mami —respondió con una sonrisa antes de correr al interior.
Me di la vuelta. Y entonces la vi. Una de las madres se acercó con una expresión de falsa preocupación.
—Amy, ¿viste las revistas? ¿La prensa? —no me dejó responder—. ¡Tu marido se casó con otra!
Sus palabras resonaron tan alto que varias personas voltearon. Vergüenza. Humillación. Sentí como si me hubieran abofeteado.
—Como ves, ya él no es mi marido —contesté, con la voz temblorosa pero firme—. Y te agradecería que no hablaras de mi vida privada.
Ella ignoró mi advertencia.
—Me imagino cómo debes estar… destrozada.
Otra madre intervino,
—Debe ser duro que el hombre con quien tienes años viviendo no se case contigo, pero sí con otra.
Y una tercera.
—Me da tanta lástima… Ahora, ¿qué vas a hacer para mantener a una niña sola, sin profesión? Porque los hombres cuando tienen otra se olvidan de hijo y de todo.
Se fueron acercando más, como buitres oliendo sangre. Palabras disfrazadas de consuelo, pero con un brillo de satisfacción en los ojos.
No dije nada más. Las miré una vez, giré sobre mis talones y salí apresuradamente del colegio.
Sin embargo, cuando llegué al auto, dejé que las lágrimas que había estado conteniendo cayeran de golpe. Golpeé el volante, dejando salir rabia y dolor.
—¿Cómo pudo hacerme esto? —murmuré—. ¿Cómo pudo hacérselo a Mía?
Cinco años juntos. Una hija en común. Y él se casa con otra sin siquiera tener la decencia de decírmelo.
Tenía todo el derecho de dejar de amarme, de no seguir conmigo pero ¿Por qué no me lo dijo?
No arranqué. Las manos me temblaban. Los ojos eran dos charcos que me impedían ver.
—¡¿Por qué?! —grité con impotencia.
Las preguntas se agolpaban: ¿En qué me equivoqué? ¿Por qué no lo vi venir? Le di los mejores años de mi vida. Renuncié a mis sueños por él. Lo cuidé, lo apoyé, lo amé… y me pagó con la peor traición.
El dolor me apretaba el pecho. Me faltaba el aire.
Y como si el día no fuera ya una pesadilla, un golpe en el vidrio me sobresaltó.
Un policía de tránsito.
—Señorita, está estacionada en un lugar prohibido —dijo con tono seco.
—Lo siento, ya me voy a mover.
Negó con la cabeza.
—La licencia y el carnet de circulación del vehículo.
Busqué en mi bolso con manos temblorosas. Encontré la licencia. Saqué los papeles… y entonces lo recordé: el auto estaba a nombre de Adrián.
—¿De quién es este vehículo? —preguntó el policía, mirándome con sospecha.
—Es mío… pero está a nombre de mi marido —dije con un hilo de voz, dándome cuenta al instante de la palabra que había usado.
¿Marido? No. Ya no. No después de esto.
El oficial frunció el ceño.
—Voy a tener que llamarlo para confirmar.
Y ahí se rompió algo dentro de mí.
—¡Ya déjeme en paz! —grité, sorprendiendo al policía y a mí misma—. ¡No me he robado este maldito vehículo! ¡Y no voy a llamar a ese perro de mi marido, porque me acabo de enterar que ese desgraciado se casó con otra mujer mientras vivía conmigo!
Tomé la revista del asiento del copiloto y se la mostré, agitándola.
—¡Aquí está! ¡Mírelo! ¡Es una rata inmunda de dos patas, miserable, traidor! —vociferé, con las lágrimas cayendo sin control.
El policía retrocedió, incómodo.
—Señora, cálmese. No necesito la revista. Solo muévase del lugar.
No tenía fuerzas para discutir. Encendí el motor y me lancé a la carretera, sin rumbo fijo.
Quería huir. De la imagen de Adrián sonriendo junto a Luciana. De las miradas de burla en el colegio. De todo.
Las lágrimas me nublaban la vista, pero no me importaba. El dolor en mi pecho ardía. La rabia y la tristeza me quemaban por dentro.
Un semáforo. Luz roja. No lo vi.
Mi mente estaba en otra parte. Las manos me temblaban en el volante. Sentía que me ahogaba. Y entonces, el ruido.
Un estruendo ensordecedor. El impacto me sacudió entera. Metal contra metal. El cinturón me sujetó con fuerza.
—¡No, no, no! —grité, golpeando el volante.
Levanté la vista. El coche contra el que me estrellé estaba detenido. El conductor se bajó lentamente, con una expresión de sorpresa.
La realidad me golpeó de nuevo. Y esta vez, de forma literal.