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Capítulo 5. Ningún hombre merece tus lágrimas.

Colgué con tanta fuerza que el teléfono rebotó sobre la cama. El golpe seco me sacudió, como si el ruido pudiera expulsar de mi cuerpo el veneno de su voz. Sentía rabia… pero también esa maldita sombra de duda que me pinchaba como una aguja invisible.

No quería admitirlo, pero una parte de mí, esa que debería haber muerto con la portada de revista, todavía quería creerle.

Me pasé la mano por la cara, secando lágrimas que parecían no acabarse nunca. El silencio de la casa me apretaba el pecho, así que salí de la habitación casi a ciegas, impulsada por la necesidad de borrar cualquier rastro suyo.

Llegué al estudio. El lugar siempre había sido su santuario, paredes blancas, muebles minimalistas, el escritorio impecable… y en la repisa, sus trofeos y diplomas, brillando como pequeñas burlas doradas.

Me acerqué. Saqué el primero de la repisa con un tirón brusco. El metal frío se clavó en mis manos, pero no me detuve. Uno, dos, tres… cada premio, cada reconocimiento, caía dentro de la caja como si fueran ladrillos de un muro que estaba derribando. El sonido hueco y metálico me devolvía una extraña sensación de alivio.

—No más —susurré, con la voz quebrada.

Las lágrimas me corrían por el cuello mientras mis manos seguían trabajando. Metí dentro los marcos, diplomas y placas, sin cuidado, como si así pudiera borrar los años de sacrificios que yo había hecho para que él llegara ahí, mientras yo me olvidaba de mi misma, de mi carrera, de mis sueños.

Metí parte de eso en una caja y salí a la calle, para meterlo en un bote de basura. Mientras caminaba por la acera, la caja se ladeó y uno de los marcos de cristal se me clavó en la mano.

El dolor punzante me hizo soltarla. Perdí el equilibrio y caí al suelo, viendo cómo la sangre empezaba a brotar en un hilo rojo y urgente.

Sentí el golpe en la rodilla, el aire escapándose de mis pulmones. Cerré los ojos, intentando contener ese caudal de emociones que amenazaban con desatarse, pero fue inútil. Las lágrimas brotaron sin control. Me sentía rota.

De pronto, sentí unos brazos fuertes que me sostuvieron.

Me quedé inmóvil, sintiendo el calor de ese contacto.

—Amy… ¿Estás bien? —La voz baja, grave, resonó demasiada cerca de mi oído.

Levanté la vista. Era Maximiliano, el hombre con él que había colisionado ese día.

Sus ojos me recorrieron como si estuviera evaluando no solo mi estado físico, sino también las grietas invisibles que yo creía ocultas.

—¿Cómo… cómo llegaste aquí? —pregunté, todavía sorprendida.

—No me había ido —respondió con calma—. Me quedé preocupado por ti. Me estacioné frente a tu casa. Te vi herida y tan lastimada. Quería asegurarme primero  de que estuvieras bien antes de marcharme.

Su sinceridad me desarmó. No había justificaciones elaboradas, ni excusas. Solo eso: se había quedado. Y ese simple gesto hizo que las lágrimas que había intentado contener regresaran con más fuerza.

Me aferré a su hombro, sin pensar. Él no se movió. No me apartó. Solo esperó.

—Se casó con ella —logré decir entre sollozos—. Con Luciana, mi mejor amiga. No le importó los años que estuvimos casados. Ni su hija, ni cuánto me lastimaba.

Sus manos en mi espalda se tensaron apenas, pero no dijo nada. Y ese silencio me dio permiso para seguir hablando. Le conté lo de la revista, lo que Adrián me había dicho por teléfono, y la forma en que cada palabra suya sonaba como una mentira bien ensayada.

Cuando terminé, respiraba de forma irregular y sentía los párpados hinchados.

Maximiliano me apartó solo lo suficiente para mirarme a los ojos.

—Ningún hombre merece tus lágrimas, Amy —dijo, con una seguridad lo de él.

Había algo en su tono que no era simple amabilidad. Era como si sus palabras llevaran un peso propio, una intención que no podía descifrar. Y eso me asustó.

Me enderecé, apartándome un paso.

—No te asustes. Permíteme curarte las heridas.

Dudé, sin saber cómo responder a la oferta de Maximiliano. Su presencia era a la vez reconfortante e inquietante. Bajé la mirada hacia mi mano ensangrentada y luego volví a levantar la vista hacia el rostro preocupado de él.

—Yo... debería entrar —dije finalmente, con la voz ronca por el llanto. —Gracias por tu ayuda, pero estaré bien.

Maximiliano asintió, aunque una sombra de algo  parecido a la ¿decepción? Cruzó su rostro.

—Por supuesto. Cuídate, Amy.

Cuando él se dio la vuelta para marcharse, sentí una repentina punzada de soledad. La idea de volver a esa casa vacía, rodeada de recuerdos de la traición de Adrián, me oprimía el pecho. Antes de que pudiera detenerse.

—¡Espera!

Maximiliano se detuvo y me miró expectante.

Respiré temblorosamente.

—En realidad... si no te importa, me vendría bien que me ayudaras a limpiar y a vendar este corte.

Una pequeña sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios mientras asentía con la cabeza.

—Guíame.

Lo llevé dentro, muy consciente de su presencia detrás de mí mientras caminábamos a la cocina. El aire se sentía cargado de tensión mientras buscaba a tientas el botiquín de primeros auxilios en un cajón. Cuando me di la vuelta, Maximiliano estaba mirando una foto en la nevera de Adrián, Mía y de mí en la playa el verano pasado. Se me hizo un nudo en la garganta al verla.

—Toma —dije, entregándole el botiquín para distraerme de los dolorosos recuerdos.

Maximiliano lo cogió y me agarró con delicadeza la mano herida. Sentí una especie de corriente surgir entre nosotros. Quise apartar la mano, pero él no la soltó. Su tacto era sorprendentemente tierno mientras me limpiaba y vendaba el corte.

Sin poder evitarlo, me encontré estudiando su rostro: el ceño fruncido por la concentración, la mandíbula apretada. Había algo familiar en él que no conseguía identificar.

—Ya está —dijo él en voz baja, soltándole la mano. —Ya está mejor.

Nuestras miradas se cruzaron y, por un momento, sentí una sacudida de... ¿Algo? ¿Conexión? ¿Comprensión?

—Gracias… ya... estoy bien —balbuceé, dando un paso atrás porque su cercanía me abrumaba —. Gracias por tu ayuda, pero a partir de ahora puedo encargarme de esto yo sola.

La intensa mirada de Maximiliano me incomodaba. Había algo en sus ojos que no lograba identificar: preocupación, sí, pero también un atisbo de... ¿Cálculo? Descarté ese pensamiento. Estaba siendo paranoica después de todo lo que había pasado.

—Está bien, aunque deberías dejarme ayudarte a limpiar el desastre de allí afuera,  porque con la mano así, no es recomendable que lo hagas tú.

Dudé, pero luego asentí a regañadientes. Salimos y recogimos los objetos en silencio, yo con las manos ligeramente temblorosas mientras recogía los premios de  Adrián y los lanzaba en el bote. Cuando terminamos, Maximiliano se levantó y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.

—Gracias —murmuré de nuevo, aunque evitando su mirada. —Debería volver dentro ahora.

—Por supuesto —respondió con suavidad. —Pero Amy... si necesitas algo, no dudes en llamarme. De día o de noche.

Cuando pasó a mi lado, noté que su mirada se detuvo en mi rostro. No de una forma invasiva, sino como si estuviera evaluando cuánto más podía soportar antes de romperme otra vez.

—Amy… —Su voz me detuvo a medio paso.

Me giré con cautela.

—¿Qué?

—Sé que ahora todo es un desastre. Y que lo último que quieres es escuchar a un desconocido dándote consejos. Pero… no dejes que él decida quién eres después de esto.

Con esas palabras, me puso una tarjeta de visita en la mano antes de que pudiera objetar. La agarré por reflejo, viéndole mientras se dirigía a su coche y se marchaba. Solo entonces miré la tarjeta que tenía en la mano.

Maximiliano Delacroix

Director ejecutivo, Argentum Entertainment Group Delacroix.

El nombre me sonaba de algo. ¿Dónde lo había oído antes? Sacudí la cabeza, demasiado agotada para darle vueltas al asunto en ese momento.

Entré de nuevo, exhausta, dispuesta a empacar lo poco que quería conservar. Pero el sonido de la puerta y un perfume demasiado familiar me detuvieron en seco.

Sentí que el aire se volvió denso en cuanto crucé el umbral del salón. Y cuando miré allí  estaba. Adrián.

Como si el escándalo, las llamadas y el veneno de sus palabras por teléfono no hubieran ocurrido nunca. De pie en medio de mi sala, con una chaqueta perfectamente entallada, esa sonrisa calculada que tantas veces había vendido en alfombras rojas… y un ramo de flores blancas en la mano, como si las flores pudieran tapar la mugre de la traición.

—Hola, amor —dijo, como si la palabra todavía tuviera algún derecho sobre mí.

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