En Langyan, una ciudad gobernada por clanes de hombres lobo donde el linaje lo es todo, el Consejo Supremo exige al rey alfa, Daryan Volkov, un heredero que asegure la continuidad de su sangre. Su prometida, Elara Feng, es la elección política perfecta: bella, ambiciosa… y vacía de afecto. Daryan la desprecia con la misma intensidad que odia el deber impuesto. Cuando Kaeli Mora, una humana marcada por la luna pero ajena al mundo de los clanes, es seleccionada como vientre sustituto, se desata una guerra silenciosa entre deseo, deber y traición. Ella no es solo el cuerpo que dará vida al heredero: es la grieta que amenaza con romper el pacto más sagrado de la mafia lycán. En un mundo donde la pureza de sangre decide el poder, ¿puede una mujer forjada en la fragilidad humana cambiar el destino del alfa más temido?
Ler maisLa noche olía a sal, pólvora y secretos antiguos.
Un convoy de automóviles negros, cada uno más discreto que el anterior, se deslizaba como sombras metálicas sobre la carretera costera de Langyan, rumbo a la mansión Volkov. El silencio adentro de los autos era sagrado: los líderes lycán no hablaban antes del ritual. Las lunas menguantes arrojaban su pálido reflejo sobre los cristales tintados, iluminando brevemente los rostros imperturbables de los alfas ancestrales. En el último vehículo, Daryan Volkov mantenía la espalda recta, la mirada clavada en la ventanilla como si los acantilados le hablaran. Vestía un abrigo de lana negra con bordados plateados que parecían hojas de mandrágora. Sus dedos, largos y tensos, tamborileaban contra su muslo, inquietos. A su lado, Elara Feng, la heredera del clan Dorado, ajustaba los guantes de encaje con movimientos calculados. Su perfume floral invadía el aire, pero Daryan parecía inmune. —¿Planeas mirar al frente toda la noche? —preguntó Elara con una sonrisa que no tocaba sus ojos. Daryan no respondió. Bajó la mirada al anillo que giraba entre sus dedos: plata pura, sin marcas. Una promesa vacía. Cuando el convoy llegó a la mansión, las puertas de hierro se abrieron con un gemido áspero. Guardias armados saludaron con discreto respeto, ocultando sus rostros tras capuchas ceremoniales. Daryan fue el último en bajar. Sus botas resonaban sobre el mármol helado del patio como una cuenta regresiva. Sus ojos—grises como tormenta—escrutaban el horizonte. Algo no encajaba esa noche. Una sensación animal en la base de su columna. La mansión Volkov no era solo una residencia: era templo, prisión y reliquia. Las paredes de ónix conservaban huellas de guerras antiguas. En su corazón, el Salón del Eclipse aguardaba con sus columnas torneadas en obsidiana y espejos encantados donde los aullidos del pasado aún vibraban. Adentro, los alfas esperaban. Cinco líderes con sangre de lobo y ambiciones más afiladas que cuchillas. Sentados en semicírculo, custodiaban una urna en el centro—el objeto sagrado del ritual. Daryan cruzó el salón como quien camina entre tumbas. No saludó. No debía. Su mirada pasó por cada rostro, como si midiera la lealtad, la traición, el miedo. Elara, detrás de él, caminaba con gracia teatral. Su vestido escarlata arrastraba como una lengua de fuego por el mármol pulido. Saludó a los ancianos con una inclinación precisa, perfecta… sin alma. —Se ha hablado del linaje —dijo uno de los ancianos, la voz desgastada por los siglos—. La luna roja se acerca. Debes elegir. Daryan alzó la barbilla. —Lo haré. Todos pensaban que Elara sería la elegida. Su belleza helada, sus alianzas políticas, su ambición. Todo encajaba en el juego mafioso. Pero el alfa aún no había hablado. Fue entonces cuando un rumor recorrió las columnas. Desde una puerta lateral, abierta por error—¿o destino?—entró una figura inesperada. Kaeli Mora. Llevaba una chaqueta de lino prestada, los labios agrietados por el viento marino, y una expresión que era mitad desafío, mitad desconcierto. Su cabello estaba recogido como por necesidad, no por estilo. Caminaba con la espalda recta, aunque los ojos le temblaban un poco al encontrarse con los de Daryan. Elara frunció el ceño. Los ancianos se inclinaron hacia adelante. Nadie debía entrar sin permiso. Pero Daryan la vio, la realmente vio. No como se miran objetos... sino como se observa una herida que puede sanar. —¿Quién te dejó pasar? —preguntó uno de los guardias. Kaeli no respondió. Solo sostuvo la mirada. Daryan caminó hacia ella. Cada paso suyo era como una declaración silenciosa. Cuando estuvo a un suspiro de distancia, alzó la mano y—ante todos—le acomodó un mechón rebelde detrás de la oreja. —Ella es mi elección —dijo. La frase cayó como un trueno. Elara apretó el puño. Los ancianos murmuraron en lenguas antiguas. El espejo del salón se agrietó sin explicación. Y fuera, la marea comenzó a subir como si la luna tuviera algo que decir. Kaeli, que no entendía nada, sintió que el aire se volvía más pesado. Daryan la tomó de la mano, y en ese contacto… algo se encendió. No magia común. No fuego. Sangre ancestral reconociendo su eco. El eco del anuncio de Daryan aún flotaba en las paredes del Salón del Eclipse como un aullido contenido. Los rostros de los ancianos se mantenían impasibles, pero sus ojos brillaban como brasas en medio del mármol. El silencio no era paz: era expectación retenida al filo del estallido. Elara Feng dio un paso hacia el centro del salón. Sus tacones resonaron con furia y precisión, como latigazos contra el suelo. El vestido escarlata que antes arrastraba como una llama ahora parecía un estandarte de guerra. El brillo de su mirada ya no era de cortesía sino de fuego. —¿Una humana? —escupió, con una sonrisa afilada—. ¿Eso es lo que has decidido? ¿Después de todo lo que hemos construido, las alianzas, las ceremonias, las promesas? Kaeli retrocedió un paso, confundida, el corazón latiéndole como si algo le rasgara el pecho desde dentro. No entendía del todo qué significaba “decisión” en ese mundo, pero podía sentir cómo cada palabra pronunciada por aquella mujer la desnudaba ante todos. Daryan la miró. No a Elara—la miró a ella. A Kaeli. Su expresión era de protección, sí… pero también de conflicto. Como si sus propias palabras hubieran roto más que un pacto. —No fuiste elegida por amor, ni por destino. Solo por conveniencia —respondió, su voz grave y controlada—. Yo no me caso con un rostro, Elara. Me uno a alguien que respira junto a mí. No a alguien que calcula mis pasos antes de darlos. Elara soltó una carcajada seca. Dio dos pasos más, ahora frente a Daryan, con la cabeza en alto. —¿Y esta niña frágil lo hará? ¿Dar a luz al heredero de los Volkov? ¿Crees que el Consejo lo permitirá? ¡No tiene sangre! ¡Ni linaje! ¡Ni poder! Daryan giró hacia ella. Su silueta eclipsó la luz de las lunas que entraban por los vitrales rotos. Levantó la voz. No gritó, no rugió. Solo pronunció… como un alfa. —¡Silencio! El rugido de su voz fue más profundo que humano. Un retumbo ancestral que se filtró por las paredes, que hizo que los espejos chirriaran y que incluso los ancianos se enderezaran con una sombra de respeto. Elara se quedó inmóvil. Como si la voz la hubiese paralizado. Como si una orden genética hubiese detenido sus músculos. —No eres tú quien decide quién es apta. Ni el Consejo. Soy yo. —Daryan bajó la voz, pero cada palabra arrastraba el peso de mil generaciones—. El vientre que dará a luz al heredero no será marcado por tu ambición. Será tocado por la luna. Y Kaeli ya ha sido tocada. Kaeli tragó saliva. Sus ojos vagaban entre los rostros, sintiendo que la distancia entre ella y ese mundo se achicaba… o se transformaba. Dentro de su pecho, algo palpitaba con una intensidad desconocida. No miedo. No vergüenza. Instinto. —¿Crees que con voz puedes borrar los años que llevamos construyendo esto? —susurró Elara, casi como una súplica—. He vivido en esta casa, he pactado con los clanes, he mantenido a raya enemigos para que tú puedas dormir. No me humilles así. —¿Y qué has construido, Elara? —respondió Daryan, acercándose lentamente, sin dejar de mirarla a los ojos—. Un trono sin raíces. Una corona sin alma. Un imperio de favores vacíos. Tú no has protegido al clan… has protegido tu ambición. Un estremecimiento cruzó la sala. Los ancianos intercambiaron murmullos, palabras en lenguas que Kaeli no podía entender, pero que parecían temer… o admirar la decisión de Daryan. Elara retrocedió, con los ojos llenos de furia. Sabía que no podía retar al Alfa directamente. No sin pagar el precio. Y aunque su boca temblaba por gritar, no lo hizo. —Esto no quedará aquí —dijo por lo bajo—. Lo que has roto, tendrá consecuencias. Daryan la miró una última vez. —Todo lo roto puede reconstruirse. Lo que es falso… no puede salvarse. Sin más, giró hacia Kaeli. Le tendió la mano. Ella dudó, pero la tomó. Su piel estaba helada, pero la energía que fluía entre ambos era incandescente. Mientras salían del salón bajo la mirada de los líderes, el destino de los clanes empezaba a tambalearse. Fuera, la luna parecía bajar un poco más. Y la noche… finalmente comenzaba.Tras el polvo de la cantera y el eco largo de su triunfo, la manada regresó al anfiteatro del lago con el alba teñida de un gris suave. El siguiente paso no sería una batalla, sino un acto de fe: plantar un Santuario de los Nombres. Cada piedra del muro, cada bloque tallado, llevaría inscrito el nombre de un lobo rescatado, el juramento de un aliado o el recuerdo de quienes habían caído con dignidad. Kaeli, Daryan y los Ekhar habían acordado convertir aquel valle en un templo vivo que recordara a todos la victoria de la memoria sobre el olvido.Las primeras horas se dedicaron a tender cuerdas y marcar los perímetros. Serena y Thalen cortaron vigas de pino resistente junto al lago; Selin y Marek cavaron los cimientos con paciencia de lobos centenarios; Eiren e Ilya labels las inscripciones de pruebas y juramentos. Mientras tanto, Nerissa y Lyara extendieron sendos círculos de protección mágicos alrededor del perímetro, mezclando polvo lunar con cenizas del campamento de Rhoan. La bruma
El viento del norte traía un frío agudo que calaba los huesos, pero la manada avanzó con paso firme. Kaeli marchaba al frente, erguida sobre las rocas partidas del sendero, su capa ondeando como un estandarte oscuro. Daryan la seguía de cerca, asegurándose de que nadie quedara rezagado. Tras ellos, Serenya y Thalen intercambiaban miradas en cada recodo, Selin y Marek escudriñaban los riscos con ojos atentos, y Eiren caminaba con Ilya a su lado, en un silencio que ambos compartían como abrigo contra la incertidumbre. Un grupo de Ekhar completaba la comitiva, portando antorchas y señales de alianza, dispuestos a unirse a la contención del enemigo si se acercaba por las gargantas interiores.Habían dejado atrás el campamento en la ladera del Paso del Aullido, donde algunos compañeros se habían quedado para cuidar a los heridos y mantener viva la memoria de los que no continuarían. La luna menguante se alzaba en el cielo como un faroliego pálido, y la distancia hacia la fortaleza de Rhoan
La marcha hacia el norte había dejado huellas en cada miembro de la manada. No solo en los cuerpos, que cargaban cicatrices nuevas, sino en los vínculos, que comenzaban a tensarse bajo el peso de decisiones difíciles. El cruce del Paso del Aullido había sido una victoria, sí, pero también una revelación: no todos los lobos querían recordar. Algunos, incluso entre los rescatados, preferían la furia al perdón. Y eso, Kaeli lo sabía, era una amenaza más profunda que cualquier ejército.El campamento se había instalado en una ladera cubierta de helechos, con vista a los riscos donde se decía que Rhoan había reunido a sus últimos seguidores. La luna estaba menguante, y su luz apenas alcanzaba a iluminar los rostros de los centinelas. Daryan caminaba entre las tiendas con el ceño fruncido. Había recibido informes de movimientos extraños: lobos que se alejaban sin permiso, conversaciones en susurros que cesaban al acercarse, y una marca en una piedra que no pertenecía a ninguna runa conocida
La manada avanzó durante tres jornadas tras cruzar el Paso del Aullido, internándose en la espesura de un valle que surgía como un anfiteatro de roca y musgo. Las altas faldas de los riscos circundaban un lago de aguas oscuras, cuyas orillas se poblaban de flores plateadas que solo florecían bajo la luna llena. Kaeli caminó en silencio, sintiendo el pulso de cada uno de sus hermanos bajo la capa de niebla. No hablaban; sus pasos medidos marcaban un ritmo solemne. La atmósfera olía a tierra recién humedecida y a promesa. Allí, en el corazón del valle, se anunciaba un destino diferente: la reunión con un antiguo clan exiliado que conservaba memoria de un pacto ancestral.Daryan marchaba a su lado y, en ocasiones, alzaba la vista para leer el contorno de los riscos. Su forma humana albergaba la tensión de un gigante contenido. Sabía que aquel encuentro podía cambiar el curso de la guerra y de los corazones. La Hija de la Marea y sus botes permanecían en reserva junto al lago, lista para
La madrugada estalló con un viento rugiente que agitó las lonas del campamento como un ejército invisible. Los hombres lobo de Volkov, aún sacudidos por la ceremonia de nombres que se celebrara la noche anterior, emergieron de sus tiendas con el pulso firme y el corazón latiendo con un extraño compás: ansiedad por la próxima confrontación y un deseo profundo de aferrarse a lo que habían construido entre sí. En ese claro teñido de niebla y salvia, la manada se acomodó en semicírculo ante Kaeli y Daryan, que alzaron la voz para marcar la ruta hacia el Paso del Aullido, donde se esperaba que convergieran las fuerzas de la Orden del Velo Carmesí con los lobos sin juramento que se negaban a la redención.—Hoy partiremos con el amanecer —anunció Kaeli, su mirada de acero y ternura recorriendo a cada hermano—. No seremos olas sueltas, sino un solo torrente. Pero recordad: llevamos en nosotros más que armas. Llevamos nombres.Un murmullo de aullidos auténticos respondió al llamado. No era un
La manada partió con el sol en ascenso, y la luz nueva parecía imponer otra forma de ser: más firme, menos precipitada. Tras la última velada, cada quien había recogido su promesa y su objeto con nombre; la pieza de cordel que Serenya había dejado había sido anudada al asta del estandarte, y la manada la veía como un talismán. Mientras marchaban, la conversación insistía en cosas prácticas: rutas, víveres, personas que aún necesitaban rescate. Pero también había espacio para lo menos urgente: quién quedaría a cuidar la fragua de un pueblo libre, quién llevaría noticias a familias que esperaban, quién enseñaría a los lobeznos a no temer al hombre que no es lobo sino vecino.La primera etapa del trayecto los llevó por una llanura antigua que olía a estiércol y a trigo; estaciones de caravanas rotas habían sido convertidas en refugios por gente que recuperó su nombre y volvió. En todas partes, la manada dejó su huella con actos simples: reparación de techos, curación de quemaduras viejas
Último capítulo