Capítulo 3

*TIEMPO ATRÁS*

El pasillo blanco de la clínica olía a desinfectante, flores marchitas y desesperanza.

Kaeli estaba sentada en una de las sillas metálicas, con las manos apretadas contra su rostro, las uñas clavadas en la piel como si quisiera despertar. Alrededor, el mundo continuaba en voz baja: enfermeras que hablaban entre murmullos, camillas que pasaban envueltas en telas grises, monitores que pitaban con frialdad mecánica.

Pero en el centro de aquel universo estéril, ella se sentía inexistente. Todo había terminado. No quedaba nada.

Su madre, Irina Mora, había sido ingresada tres semanas antes con complicaciones pulmonares. Las últimas palabras que le había dicho eran apenas un susurro: “Perdóname por no dejarte más que recuerdos”. Kaeli había sonreído en ese momento. Fingido. Sostenido las manos arrugadas de Irina hasta que el monitor dejó de sonar.

Ahora estaba sola. La única hija de una mujer que vivió para cuidar, limpiar casas ajenas, y contar historias bajo mantas viejas cuando el gas se cortaba por falta de pago.

Los ojos de Kaeli estaban hinchados. No por falta de lágrimas, sino por exceso. Le ardía respirar.

El celular vibró. Un mensaje. “Recuerda pagar el alquiler antes del 5”. Del casero. Sin un “lo siento”, sin condolencias. Solo números. Palabras. Frialdad.

Kaeli se levantó lentamente, como si el peso de su cuerpo fuese otro duelo que debía cargar. Caminó hacia la salida de la clínica, los pasos arrastrados y silenciosos. Afuera, la ciudad parecía continuar con sus ruidos y luces, indiferente. La vida no llora por los que ya no pueden llorar.

Caminó varias calles sin rumbo. El abrigo de segunda mano que llevaba no la protegía del frío. A cada paso, el vacío se hacía más profundo. Sabía que algo debía cambiar, pero no sabía qué. ¿Pedir ayuda? ¿A quién? No tenía familia, no quedaban amigos. El mundo se había cerrado sobre sí mismo.

Fue en la plaza del Barrio Antiguo donde lo vio por primera vez.

Estaba de pie junto a una fuente apagada, con un abrigo oscuro, el rostro oculto entre sombras y luces sucias. Lo habría ignorado… de no ser por la mirada. No era la mirada de un extraño. Era la de alguien que veía. Realmente veía.

Daryan Volkov.

Ella se detuvo, incómoda. No por miedo, sino porque sentía que lo reconocía… y eso no tenía sentido.

—Has llorado mucho —dijo él, sin acercarse, sin suavidad—. Y no por algo. Por todo.

Kaeli frunció el ceño.

—¿Me estás siguiendo?

Daryan negó con la cabeza. El viento movía su abrigo como si tuviera vida propia.

—Estoy donde debo estar.

Kaeli soltó una risa amarga. Quiso continuar caminando, ignorarlo, pero algo en el tono… algo en el fuego contenido… la detuvo.

—¿Qué quieres?

Daryan se acercó un paso. Su voz era tranquila, pero había algo en su cadencia que retumbaba por debajo, como si cada palabra trajera siglos consigo.

—Sé lo que has perdido. Sé lo que viene después. La culpa, la desesperanza, la necesidad de romperte entera para saber si aún eres tú.

Ella retrocedió, temblorosa.

—¿Me estás amenazando?

—Te estoy ofreciendo algo que nadie más lo hará. Un lugar. Una causa. Un vínculo.

Kaeli lo miró como si fuera un delirio. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué hablaba como si supiera?

—¿Qué clase de lunático hace ofertas en medio de la calle a mujeres destruidas?

Daryan dio otro paso, sin vacilación.

—El tipo de lunático que no busca belleza, ni sumisión, ni romance. Solo necesidad. Y tú… tú tienes una llama que no sabe que existe.

Kaeli bajó la mirada. Sus manos temblaban.

—No tengo nada —susurró—. Ni hogar. Ni dinero. Ni siquiera razón para seguir respirando.

Daryan se detuvo frente a ella. Le alzó el rostro con un dedo, con una delicadeza sorprendente. Sus ojos eran una tormenta controlada.

—Tienes tu cuerpo. Tu luna. Y un lugar en mi mundo, si lo aceptas.

Kaeli lo miró sin entender. Pero en algún rincón de sí misma, ese “lugar” sonó como una red que la salvaba justo antes de caer.

—¿Quién eres?

Daryan volvió la mirada hacia la fuente, hacia la luna que tímidamente se dejaba ver.

—Soy el que el destino ha puesto en tu camino. El alfa que necesita lo que solo tú puedes dar. No un hijo… no una ofrenda. Sino una ruptura. Un comienzo.

Kaeli no respondió. Porque no sabía cómo.

Pero esa noche, cuando subió al coche que él le ofreció, cuando cruzó el umbral hacia el mundo de los Volkov, supo que la muerte de su madre no sería el fin.

Sería el preludio.

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