La mañana amaneció como una promesa que no exige nada más que ser cumplida. El Santuario se cubrió de niebla ligera y voces que no corrían, sino que se acercaban, una a una, como quien entra en casa. La Casa de la Voz seguía abierta, pero aquella vez la plaza no reclamaba juicios sino tiempo compartido: banquetes simples, juegos de niños, rezos que olían a pan recién horneado.
Kaeli salió al patio con una manta en los brazos; Flor de Luna la siguió con pasos pequeños y una sonrisa que ya no preguntaba por peligros. Daryan apareció en la puerta con una cesta de frutas.
—Traje manzanas —dijo en voz baja—. Para quien quiera endulzar la mañana.
Kaeli se rio, dejando la manta sobre una banca.
—Hoy no hablamos de juicios —respondió—. Hoy hablamos de mesas largas. ¿Vienes?
Daryan tomó su mano y la guió al comedor común donde la manada ya empezaba a reunirse. La atmósfera era de calma que se sabe ganada.
En la mesa larga, Kethra cortaba pan; Mirelle desplegaba mapas convertidos ahora en mante