La ciudad despertó como si supiera que aquel día sería distinto: no por las banderas ni por los pregones, sino por la sensación de que la historia estaba por decidir su nombre. Las calles que antes temblaron al escuchar “Vigilancia Mayor” ahora se llenaban de gente que llevaba libros, collares con fichas de madera, pañuelos con listas cosidas. En el Santuario, la Casa de la Voz abrió sus puertas antes del alba; los monjes pusieron incienso, no por rito ornamental sino para acompañar la capacidad de quienes vendrían a hablar.
Kaeli se adelantó a la hora. Vio la piedra central bañada en la primera luz y pensó en cómo un mismo lugar puede ser prisión y refugio, justicia y altar. Daryan llegó con la capa todavía húmeda de la noche, con las manos limpias de tinta y la mirada lista.
—Hoy ponemos punto —dijo ella sin ceremonia—. No solo a un juicio, sino a la forma en que nos contamos a nosotros mismos.
Daryan sostuvo su mirada.
—Que ese punto sea claro.
La plaza se llenó: familias, capitanes