El Templo del Linaje no estaba dentro de la mansión Volkov. Se encontraba oculto entre los riscos del bosque de Aelthar, donde la luna apenas se filtraba entre los árboles centenarios y el aire olía a tierra húmeda, ceniza y algo más antiguo que el tiempo.

Kaeli caminaba detrás de Lyara, con el cuerpo aún adolorido pero la mente alerta. Vestía una túnica gris con bordes plateados, símbolo de iniciación. A cada paso, sentía que el suelo vibraba bajo sus pies, como si el bosque reconociera su presencia.

—Este lugar fue construido por las primeras madres lunares —explicó Lyara—. Aquí no se entrena el cuerpo. Se entrena el alma. Y se despierta lo que duerme en la sangre.

Kaeli no respondió. El silencio era parte del ritual. Las palabras debían ser medidas, como los latidos.

Al llegar a la entrada del templo, una figura los esperaba.

Maelis, la guardiana del linaje. Una mujer de edad indefinida, con cabello blanco trenzado hasta la cintura y ojos tan oscuros que parecían pozos. Vestía una