La mansión Volkov había cambiado desde el regreso de Kaeli del Templo del Linaje. Los pasillos ya no la ignoraban. Las criadas que antes la evitaban ahora bajaban la mirada al cruzarse con ella, y los símbolos lunares que decoraban las paredes parecían brillar con más intensidad cuando ella pasaba.
Pero Elara no había desaparecido.
Al contrario, se había vuelto más silenciosa, más estratégica. Ya no lanzaba insultos directos ni provocaciones evidentes. Ahora se movía como humo: presente, pero difícil de atrapar.
Kaeli lo notaba. En los gestos. En las miradas. En los objetos que desaparecían de su cuarto. En los susurros que se apagaban cuando entraba a una sala.
Una mañana, mientras Kaeli recorría el jardín interior, encontró a Elara sentada bajo el árbol de luna, leyendo un libro de genealogías lycánicas. Vestía de blanco, como si quisiera parecer pura. Su cabello estaba recogido en una trenza perfecta, y su expresión era de calma fingida.
—¿Buscas tu nombre en ese libro? —preguntó K