La noche avanzaba con lentitud, como si el tiempo mismo se negara a cerrar los ojos. En el Santuario, las lámparas seguían encendidas, y los escribas trabajaban en silencio, copiando actas, sellando documentos, y preparando los primeros libros de memoria que serían enviados a las aldeas. Afuera, la plaza estaba tranquila, pero no vacía: grupos pequeños conversaban, compartían pan, y leían los nombres grabados en las losas nuevas.
Kaeli caminaba entre ellos con la capa recogida y los ojos atentos. No buscaba reconocimiento, sino señales. Daryan la alcanzó junto a la fuente, donde Flor de Luna dormía sobre una manta, rodeada de piedras que había recogido durante el día.
—La ciudad está más quieta —dijo él—. No es paz, pero es pausa.
Kaeli se agachó junto a la niña y le acomodó el cabello.
—La pausa es donde se decide si la historia sigue o se repite —murmuró—. Y esta vez, no vamos a dejar que se repita.
Daryan se sentó a su lado.
—¿Crees que lo que hicimos aquí puede sostenerse? —pregun