El amanecer en la mansión Volkov llegó con una luz suave, como si el cielo supiera que el día debía comenzar con calma. Las sombras de la noche anterior se disipaban lentamente, y por primera vez en semanas, el aire no olía a peligro… sino a algo más cálido. A promesa.

Kaeli despertó con el cuerpo aún vibrando por la visión. Pero esta vez, no había miedo. Solo una sensación de pertenencia que se extendía desde su pecho hasta la punta de sus dedos. Se levantó despacio, envolviéndose en una bata de lino claro, y salió al balcón.

El jardín estaba cubierto de rocío. Las hojas brillaban como si la luna las hubiese bendecido. Y allí, entre los arbustos de flor lunar, estaba Daryan.

Vestía una camisa abierta, los pantalones oscuros ajustados a su figura, y el cabello ligeramente húmedo. Estaba de pie, observando el horizonte, con una taza de té en la mano. Cuando Kaeli apareció, no se sorprendió. Solo sonrió.

—No pensé que despertarías tan temprano —dijo.

Kaeli bajó las escaleras del balcón