Capítulo 2

La puerta principal de la mansión Volkov se cerró tras Kaeli con un ruido seco, como si sellara un pacto silencioso con la oscuridad. El vestíbulo estaba vacío, pero vivo: las antorchas titilaban en sus soportes de hierro forjado como si respiraran, y los tapices que colgaban de los muros parecían observarla con sus hilos dorados entretejidos en símbolos que no lograba entender. Almas tejidas en tela, pensó sin saber por qué.

La noche afuera estaba silente, pero adentro, todo tenía pulso. Desde las paredes hasta el piso de mármol, cada rincón parecía esperar algo de ella.

Daryan caminaba un paso por delante. Su silueta se desplazaba con la precisión felina de un líder que conoce cada centímetro de su territorio. El abrigo largo que llevaba rozaba el suelo con un sonido sutil, casi hipnótico. No decía nada, pero la tensión en sus hombros hablaba por él.

Kaeli lo seguía, los pasos casi tímidos, sintiendo que con cada movimiento atravesaba una frontera invisible. Pasaron por pasillos que olían a madera quemada, a incienso antiguo, a algo más: sangre seca en piedra pulida. Las lámparas colgantes proyectaban sombras rotas sobre los retratos de alfas anteriores, cuyas miradas pintadas seguían sus movimientos con solemnidad.

—¿Siempre está así de… callada? —preguntó ella, la voz baja, sin buscar desafiar, pero tampoco sumisa.

Daryan giró apenas el rostro.

—Las paredes escuchan. Los espejos responden. A veces, el silencio es la única defensa.

Kaeli sintió una punzada detrás del ombligo. No miedo… algo más cercano a intuición.

Llegaron a una puerta de madera envejecida, con detalles de plata pura incrustados en forma de lunas menguantes. Daryan la empujó con firmeza. El cuarto no era lujoso, pero sí ceremonial: una cama de cuatro columnas cubiertas en terciopelo gris, un escritorio tallado con símbolos de clanes, una lámpara de aceite que no tenía encendido, pero sí aroma.

—Aquí te quedarás —dijo Daryan, sin tono autoritario, pero sí definitivo.

Kaeli entró. Tocó la tela de la cama, la rugosidad antigua del terciopelo, luego se acercó a la ventana. Desde ahí, podía verse el bosque que rodeaba la mansión. La luna, redonda y espesa, colgaba justo encima de los árboles. Y aunque no era noche de luna llena… sentía que le hablaba.

Daryan permanecía en la puerta, como si no quisiera cruzar más allá de ese umbral, como si ese cuarto tuviera reglas propias.

—Esta habitación fue de mi madre —dijo, sin mirarla—. Antes de que las lunas la hicieran… otra cosa.

Kaeli se giró, sorprendida por la revelación. Quiso preguntar qué significaba exactamente “otra cosa”, pero el brillo en los ojos de él se lo impidió.

Un murmullo los interrumpió.

Elara.

Vestida ya de negro como si la humillación hubiese cambiado de piel, apareció en el pasillo con una mirada que era filo y veneno. Detrás de ella, dos sirvientes de rostro enjuto bajaban la vista, como si temieran quedar atrapados en su sombra.

—Una humana en el cuarto de la madre del Alfa —dijo Elara, sin dirigirse a nadie en particular—. Qué poética blasfemia.

Kaeli se quedó quieta. No quería parecer débil, pero tampoco sabía jugar ese juego. Daryan, en cambio, dio un paso hacia Elara.

—No estás autorizada a hablar con ella sin mi consentimiento.

—¿Autorizada? —sonrió Elara con rabia contenida—. ¿Desde cuándo necesita una loba permiso para opinar de la basura que traen del mundo exterior?

—Desde que olvidaste tu lugar —gruñó él.

El sonido de su voz se volvió más grave, más profundo, casi inhumano. No era grito ni amenaza. Era orden biológica. Los sirvientes se retiraron como si el aire se hubiera vuelto tóxico.

Kaeli notó algo inquietante: las pupilas de Daryan se habían dilatado, expandido más allá de lo humano por un segundo. Luego, volvió a ser él.

Elara bajó la cabeza, aunque solo unos grados.

—Sigue, pues —susurró—. Engendra con una niña rota. Pero cuando el heredero nazca sin luna en su sangre, cuando las clanes se vuelvan contra ti… no dirás que no te lo advertí.

Daryan no respondió. Solo cerró la puerta con una lentitud ceremoniosa.

Kaeli se sentó en la cama cuando quedaron solos. El corazón le golpeaba, pero no por la discusión. Por lo que había sentido cuando Daryan defendió su nombre. Como si algo desconocido y profundo hubiese respondido en su interior. No agradecimiento. No orgullo. Reconocimiento.

—No le temo a ella —dijo.

—No deberías. —Daryan se acercó al escritorio. Tocó uno de los símbolos tallados—. Teme más a lo que ella representa: ambición sin límites. Belleza sin compromiso. Poder sin costumbre. Elara cree que puede forzar a la luna… pero la luna nunca ha sido domesticada.

Kaeli se levantó. Caminó lentamente por el cuarto. El suelo bajo sus pies parecía templado. Llegó a la lámpara de aceite, la encendió.

La llama fue inmediata. Voraz. Azul.

—¿Qué fuego es este? —susurró.

Daryan la miró por un largo momento. En sus ojos ya no había dureza.

—Fuego de Liria. Solo se enciende cuando hay luna dentro. Cuando alguien pertenece.

Kaeli bajó la mirada hacia la llama, hipnotizada. Recordó entonces algo que había sentido desde niña: una necesidad de correr en noches de invierno, una atracción inexplicable por aullidos distantes, sueños en donde era más piel que pensamiento.

Daryan se acercó. Tomó su muñeca entre los dedos, suavemente. Kaeli no se movió. Sus respiraciones se entrelazaban como hilos invisibles.

—La luna no necesita permiso —dijo él, la voz más baja—. Solo necesita ser reconocida.

Y en ese momento, como si todo lo que habían vivido en las últimas horas fuera solo preludio, Kaeli sintió algo vibrar dentro de ella. Algo que no era miedo ni confusión. Era raíz. Y fuego.

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