—¿Cuántos nombres llevamos? —preguntó sin girarse.
Selin, que revisaba el registro, respondió con voz baja:
—Ochocientos cuarenta y tres. Y contando. Algunos llegan por carta, otros por testimonio. Hay aldeas que están enviando listas completas.
Kaeli asintió. Daryan se acercó con una taza de café y se la ofreció sin palabras. Ella la tomó y bebió despacio.
—Hoy fundamos la Casa de la Voz —dijo—. No como símbolo. Como estructura. Si la memoria va a sostenerse, necesita ladrillos y puertas.
Daryan sonrió apenas.
—Y ventanas —añadió—. Para que la gente vea lo que antes se escondía.
La ceremonia fue breve, pero cargada. En el centro del Santuario, entre las losas nuevas, se colocó una mesa de roble con tres sillas: una para los custodios, otra para los testigos, y una tercera que quedaría vacía, como recordatorio de los que aún no podían hablar. Maeli leyó el decreto que oficializaba la Casa de la Voz como institución pública, con presencia en cada ciudad y aldea, y con el mandato de reg