La noche olía a sal, pólvora y secretos antiguos.
Un convoy de automóviles negros, cada uno más discreto que el anterior, se deslizaba como sombras metálicas sobre la carretera costera de Langyan, rumbo a la mansión Volkov. El silencio adentro de los autos era sagrado: los líderes lycán no hablaban antes del ritual. Las lunas menguantes arrojaban su pálido reflejo sobre los cristales tintados, iluminando brevemente los rostros imperturbables de los alfas ancestrales. En el último vehículo, Daryan Volkov mantenía la espalda recta, la mirada clavada en la ventanilla como si los acantilados le hablaran. Vestía un abrigo de lana negra con bordados plateados que parecían hojas de mandrágora. Sus dedos, largos y tensos, tamborileaban contra su muslo, inquietos. A su lado, Elara Feng, la heredera del clan Dorado, ajustaba los guantes de encaje con movimientos calculados. Su perfume floral invadía el aire, pero Daryan parecía inmune. —¿Planeas mirar al frente toda la noche? —preguntó Elara con una sonrisa que no tocaba sus ojos. Daryan no respondió. Bajó la mirada al anillo que giraba entre sus dedos: plata pura, sin marcas. Una promesa vacía. Cuando el convoy llegó a la mansión, las puertas de hierro se abrieron con un gemido áspero. Guardias armados saludaron con discreto respeto, ocultando sus rostros tras capuchas ceremoniales. Daryan fue el último en bajar. Sus botas resonaban sobre el mármol helado del patio como una cuenta regresiva. Sus ojos—grises como tormenta—escrutaban el horizonte. Algo no encajaba esa noche. Una sensación animal en la base de su columna. La mansión Volkov no era solo una residencia: era templo, prisión y reliquia. Las paredes de ónix conservaban huellas de guerras antiguas. En su corazón, el Salón del Eclipse aguardaba con sus columnas torneadas en obsidiana y espejos encantados donde los aullidos del pasado aún vibraban. Adentro, los alfas esperaban. Cinco líderes con sangre de lobo y ambiciones más afiladas que cuchillas. Sentados en semicírculo, custodiaban una urna en el centro—el objeto sagrado del ritual. Daryan cruzó el salón como quien camina entre tumbas. No saludó. No debía. Su mirada pasó por cada rostro, como si midiera la lealtad, la traición, el miedo. Elara, detrás de él, caminaba con gracia teatral. Su vestido escarlata arrastraba como una lengua de fuego por el mármol pulido. Saludó a los ancianos con una inclinación precisa, perfecta… sin alma. —Se ha hablado del linaje —dijo uno de los ancianos, la voz desgastada por los siglos—. La luna roja se acerca. Debes elegir. Daryan alzó la barbilla. —Lo haré. Todos pensaban que Elara sería la elegida. Su belleza helada, sus alianzas políticas, su ambición. Todo encajaba en el juego mafioso. Pero el alfa aún no había hablado. Fue entonces cuando un rumor recorrió las columnas. Desde una puerta lateral, abierta por error—¿o destino?—entró una figura inesperada. Kaeli Mora. Llevaba una chaqueta de lino prestada, los labios agrietados por el viento marino, y una expresión que era mitad desafío, mitad desconcierto. Su cabello estaba recogido como por necesidad, no por estilo. Caminaba con la espalda recta, aunque los ojos le temblaban un poco al encontrarse con los de Daryan. Elara frunció el ceño. Los ancianos se inclinaron hacia adelante. Nadie debía entrar sin permiso. Pero Daryan la vio, la realmente vio. No como se miran objetos... sino como se observa una herida que puede sanar. —¿Quién te dejó pasar? —preguntó uno de los guardias. Kaeli no respondió. Solo sostuvo la mirada. Daryan caminó hacia ella. Cada paso suyo era como una declaración silenciosa. Cuando estuvo a un suspiro de distancia, alzó la mano y—ante todos—le acomodó un mechón rebelde detrás de la oreja. —Ella es mi elección —dijo. La frase cayó como un trueno. Elara apretó el puño. Los ancianos murmuraron en lenguas antiguas. El espejo del salón se agrietó sin explicación. Y fuera, la marea comenzó a subir como si la luna tuviera algo que decir. Kaeli, que no entendía nada, sintió que el aire se volvía más pesado. Daryan la tomó de la mano, y en ese contacto… algo se encendió. No magia común. No fuego. Sangre ancestral reconociendo su eco. El eco del anuncio de Daryan aún flotaba en las paredes del Salón del Eclipse como un aullido contenido. Los rostros de los ancianos se mantenían impasibles, pero sus ojos brillaban como brasas en medio del mármol. El silencio no era paz: era expectación retenida al filo del estallido. Elara Feng dio un paso hacia el centro del salón. Sus tacones resonaron con furia y precisión, como latigazos contra el suelo. El vestido escarlata que antes arrastraba como una llama ahora parecía un estandarte de guerra. El brillo de su mirada ya no era de cortesía sino de fuego. —¿Una humana? —escupió, con una sonrisa afilada—. ¿Eso es lo que has decidido? ¿Después de todo lo que hemos construido, las alianzas, las ceremonias, las promesas? Kaeli retrocedió un paso, confundida, el corazón latiéndole como si algo le rasgara el pecho desde dentro. No entendía del todo qué significaba “decisión” en ese mundo, pero podía sentir cómo cada palabra pronunciada por aquella mujer la desnudaba ante todos. Daryan la miró. No a Elara—la miró a ella. A Kaeli. Su expresión era de protección, sí… pero también de conflicto. Como si sus propias palabras hubieran roto más que un pacto. —No fuiste elegida por amor, ni por destino. Solo por conveniencia —respondió, su voz grave y controlada—. Yo no me caso con un rostro, Elara. Me uno a alguien que respira junto a mí. No a alguien que calcula mis pasos antes de darlos. Elara soltó una carcajada seca. Dio dos pasos más, ahora frente a Daryan, con la cabeza en alto. —¿Y esta niña frágil lo hará? ¿Dar a luz al heredero de los Volkov? ¿Crees que el Consejo lo permitirá? ¡No tiene sangre! ¡Ni linaje! ¡Ni poder! Daryan giró hacia ella. Su silueta eclipsó la luz de las lunas que entraban por los vitrales rotos. Levantó la voz. No gritó, no rugió. Solo pronunció… como un alfa. —¡Silencio! El rugido de su voz fue más profundo que humano. Un retumbo ancestral que se filtró por las paredes, que hizo que los espejos chirriaran y que incluso los ancianos se enderezaran con una sombra de respeto. Elara se quedó inmóvil. Como si la voz la hubiese paralizado. Como si una orden genética hubiese detenido sus músculos. —No eres tú quien decide quién es apta. Ni el Consejo. Soy yo. —Daryan bajó la voz, pero cada palabra arrastraba el peso de mil generaciones—. El vientre que dará a luz al heredero no será marcado por tu ambición. Será tocado por la luna. Y Kaeli ya ha sido tocada. Kaeli tragó saliva. Sus ojos vagaban entre los rostros, sintiendo que la distancia entre ella y ese mundo se achicaba… o se transformaba. Dentro de su pecho, algo palpitaba con una intensidad desconocida. No miedo. No vergüenza. Instinto. —¿Crees que con voz puedes borrar los años que llevamos construyendo esto? —susurró Elara, casi como una súplica—. He vivido en esta casa, he pactado con los clanes, he mantenido a raya enemigos para que tú puedas dormir. No me humilles así. —¿Y qué has construido, Elara? —respondió Daryan, acercándose lentamente, sin dejar de mirarla a los ojos—. Un trono sin raíces. Una corona sin alma. Un imperio de favores vacíos. Tú no has protegido al clan… has protegido tu ambición. Un estremecimiento cruzó la sala. Los ancianos intercambiaron murmullos, palabras en lenguas que Kaeli no podía entender, pero que parecían temer… o admirar la decisión de Daryan. Elara retrocedió, con los ojos llenos de furia. Sabía que no podía retar al Alfa directamente. No sin pagar el precio. Y aunque su boca temblaba por gritar, no lo hizo. —Esto no quedará aquí —dijo por lo bajo—. Lo que has roto, tendrá consecuencias. Daryan la miró una última vez. —Todo lo roto puede reconstruirse. Lo que es falso… no puede salvarse. Sin más, giró hacia Kaeli. Le tendió la mano. Ella dudó, pero la tomó. Su piel estaba helada, pero la energía que fluía entre ambos era incandescente. Mientras salían del salón bajo la mirada de los líderes, el destino de los clanes empezaba a tambalearse. Fuera, la luna parecía bajar un poco más. Y la noche… finalmente comenzaba.