La noche olía a sal, pólvora y secretos antiguos. Un convoy de automóviles negros, cada uno más discreto que el anterior, se deslizaba como sombras metálicas sobre la carretera costera de Langyan, rumbo a la mansión Volkov. El silencio adentro de los autos era sagrado: los líderes lycán no hablaban antes del ritual. Las lunas menguantes arrojaban su pálido reflejo sobre los cristales tintados, iluminando brevemente los rostros imperturbables de los alfas ancestrales. En el último vehículo, Daryan Volkov mantenía la espalda recta, la mirada clavada en la ventanilla como si los acantilados le hablaran. Vestía un abrigo de lana negra con bordados plateados que parecían hojas de mandrágora. Sus dedos, largos y tensos, tamborileaban contra su muslo, inquietos. A su lado, Elara Feng, la heredera del clan Dorado, ajustaba los guantes de encaje con movimientos calculados. Su perfume floral invadía el aire, pero Daryan parecía inmune. —¿Planeas mirar al frente toda la noche? —preguntó Elara
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