Dalia Zain nació en un hogar donde sufrió desde niña. Su madre, cruel y narcisista, sembraba miedo en lugar de ternura. Cuando su padre se separó, ella se fue con él. A los veintidós, su padre enfermó de cáncer.Desesperada, Dalia estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para salvarlo. Y ese “cualquier cosa” llegó disfrazado de un matrimonio. una amiga adinerada de su padre le ofreció cubrir el tratamiento… a cambio de casarse con su hijo: Adriano, un joven CEO que estaba en coma tras un accidente. Dalia aceptó y cuidó de Adriano con dedicación. Día tras día lo cuidaba, como quien riega una flor dormida. Hasta que un día, mientras le hablaba con dulzura, él abrió los ojos. Adriano estaba consciente, pero atrapado en su cuerpo: no podía moverse. Ella no se apartó. Cada día llegaba feliz, lo ayudaba con los ejercicios, lo trataba como a un tesoro frágil. Y fue en esos días, entre risas, que Adriano la vio. La escuchó. Y la amó. Entonces llegó el médico con una posibilidad de recuperar su movilidad… pero con alto riesgo. Podía despertar sano, pero también podía perder todos los recuerdos desde el accidente. O volver al coma. Dalia sintió pánico. Pero Adriano lo tenía claro: quería ser un esposo completo. Caminar, abrazarla, Amarla. La operación fue un éxito… clínicamente. Pero al despertar Adriano en sus ojos ya no había calidez. Solo Rechazo. La miró con desprecio. Acusó a su madre de casarlo con una mujer “simple”. Lo primero que hizo al despertar… fue pedirle el divorcio. Dalia, rota y herida, no pidió nada. Solo firmó… y se fue. Los recuerdos de Adriano volvieron: El amor que ella le dio cuando él no podía ofrecer nada a cambio. Por primera vez, Adriano tendría que luchar por el perdón de ella.
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Mis tacones resonaban en el pasillo como una sentencia.
Cada paso era un eco de miedo. Cada latido, una súplica muda. Sabía que no serían buenas noticias… Y el rostro del doctor lo confirmó.—Señorita Zain… por favor, cuando termine de arreglar a su padre, vaya a mi oficina —dijo, sin lograr disimular la tensión en su voz.
El estómago se me hizo nudo. Sus cejas se fruncían cada vez que miraba la pantalla mientras examinaba a papá. Intenté descifrar algo en sus ojos, pero no encontré más que sombra.
Después de acomodar a mi padre, aún anestesiado, caminé hacia su oficina. El olor a hospital —esa mezcla punzante de desinfectante, angustia y tragedia— me envolvía como una niebla espesa que se metía por la nariz y me apretaba el pecho.
Y lo supe… mi mundo estaba a punto de derrumbarse.
Papá era el centro de mi vida y, a la vez, mi pilar.
Éramos solo él y yo desde que tenía doce años, cuando al fin se separó de esa mujer a la que jamás pude llamar madre.Sabía que no fui una hija deseada para ella. Lo supe desde que tengo memoria: golpes, gritos, jalones de cabello tan fuertes que se llevaba mechones entre los dedos.
Una tarde, mientras jugaba en el jardín, me gritó que entrara. Corrí, recogí mis juguetes tan rápido como pude… pero me cerró la puerta en la cara. Tenía ocho años. Golpeé. Supliqué. Me gritó que durmiera afuera.
Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Temblaba de miedo, encogida, abrazando mis piernas mientras la noche caía sobre mí.Y entonces él… mi padre abrió la puerta.
Me encontró hecha un ovillo, con los labios morados y los ojos hinchados. Me envolvió en su chaqueta y me llevó adentro sin decir nada. Me dio leche caliente, acarició mi cabeza y me protegió con el silencio más tierno que jamás conocí. Ella lo miró con odio, como siempre. Las agresiones siguieron con los años. Pero un día él lo decidió: nos iríamos. Y lo cumplió. Al fin se separó de ella.Desde ese momento, él fue todo lo que tenía.
Llevaba días sintiéndose mal, pero no me dijo nada. No quería preocuparme.
Hasta que una tarde, al volver del trabajo, lo encontré encorvado de dolor.Lo llevé al hospital, pero el examen que necesitaba era demasiado caro para nosotros.
Vendí mis turnos. Lavé ropa ajena. Cuidé niños. Atendí ancianos. Hice lo que fuera necesario hasta juntar el dinero. Hasta que lo logré. Y ahora… aquí estaba.Frente a la puerta que podía partirme la vida en dos.
Golpeé tres veces, con los nudillos entumecidos.
—Permiso… —Pasa, Dalia —dijo el doctor, hojeando unos papeles con lentitud.Me senté en silencio. El aire se sentía denso, cargado. Mis manos sudaban.
Me entregó un sobre.—Lamento darte esta noticia… Tu padre tiene cáncer gástrico en etapa tres. Debe comenzar tratamiento de inmediato. Si seguimos el protocolo público, podría tardar tres meses en recibir atención. Y eso… podría ser fatal. La mejor opción es hacerlo de manera privada.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
No podía respirar. No podía pensar.—Papá… —susurré con la voz rasgada. Tomé el sobre con las manos temblorosas, ahí estaba su diagnóstico, mi padre se podría morir.
Mi mente se inundó de recuerdos.
La niña asustada. Los gritos de mi madre. Su odio. Pero él… él siempre llegaba. Era mi héroe.Y ahora… podía perderlo.
El doctor no pudo ocultarle el diagnóstico. Por ética, debía decírselo.
Y al escucharlo, papá se derrumbó. Lo vi romperse Lo abracé para hacerle sentir que no estaría solo en esta lucha.—Papá, vendamos el auto y la casa. Con eso podremos pagar el tratamiento. Quizás podamos arrendar un lugar más pequeño. Estaremos bien.
—No, mi niña. Es todo lo que tengo. Si mañana muero, quiero que tengas dónde vivir y cómo moverte. No quiero dejarte sin nada, princesa.
Además, el auto está viejito. No darán mucho por él. Pero te ahorras locomoción. Estarás segura. No correrás riesgos al volver tarde.Asentí, tragándome las lágrimas. No podía discutirle, no ahora.
Los días que siguientes fueron una pesadilla.
Turnos dobles en el minimarket. Visitas al hospital. Medicamentos que no podía pagar.Un reloj que avanzaba demasiado rápido hacia la muerte.
Por las mañanas, le besaba la frente.
Por las tardes, lo sacaba a tomar sol.Un día, al llegar a casa, lo encontré vomitando sangre.
—¡PAPÁAAAA!
Sentí cómo la sangre me abandonaba el cuerpo. Grité. Temblé. Llamé a la ambulancia.
El cáncer avanzaba como una sombra asesina. Y yo no podía detenerlo.Esa noche lloré hasta deshidratarme. La impotencia era una cuerda en el cuello.
Mi celular sonó.—MIERDA… —era mi jefe, contesté, secándome el rostro—. Señor Jackson, voy en camino.
—Escúchame, niña, no estoy para tus juegos. Si no llegas en cinco minutos, le doy tu turno a Jimmy.
—No, no. Por favor. Tuve un problema con papá. Solo deme unos minutos…
—Ese no es mi problema. Si no llegas, olvídate de tus turnos extras.
Corrí. Ni siquiera miraba al frente. Estaba tan desesperada que choqué con una mujer.
Nuestros celulares volaron.—Dios… perdón… lo siento mucho —dije, agachándome con torpeza. La miré y, por un segundo, sentí que me conocía. Le entregué su teléfono con las manos temblorosas y retomé la llamada. No podía perder ese turno. Sin él, papá no tendría medicamentos esta semana.
Corrí seis cuadras. Llegué jadeando.
—Jefe, no puedo quedarme. Tengo un compromiso —decía Jimmy, al verme entrar—. Mire, ahí llegó Dalia.
Me miró con compasión. Sabía que lo hacía por mí.
Era un buen amigo.—Perdón, señor Jackson, ya estoy aquí.
—Escúchame, Dalia, yo no hago caridad. Si no llegas a tiempo, el turno se lo doy a otro.
—No volverá a pasar.
Esa noche, en el minimarket, una clienta gritó por un precio mal marcado.
El jefe volvió a regañarme. Mi cuerpo temblaba de agotamiento. Me dolían los pies, la espalda, el alma.Y justo cuando pensaba que no podía más… el celular vibró.
Era el hospital.
Papá había tenido otra recaída.
Faltaban treinta minutos para terminar el turno, pero Jimmy apareció antes. Me abrazó sin decir nada. Yo salí corriendo.
Entre lágrimas, llegué al hospital.
Los médicos lo estabilizaban. Me dejé caer junto a la pared, cubriéndome la cara.Temblaba. En menos de un mes, todo se iba al carajo y yo no veía ninguna salida.
—¿Dalia?
Una voz me hizo alzar la mirada.
Frente a mí… la mujer con la que había chocado esa mañana.
Genial. Lo único que me faltaba: que una ricachona me demandara por haberle rayado el celular. Probablemente valía más que tres meses de mi sueldo
ALESSANDROLa sala había quedado impregnada de un silencio extraño. Por primera vez en toda nuestra historia, Adriano y yo habíamos pronunciado la misma sentencia: Sonia debía morir. El nombre de mi madre flotó como un cuchillo en el aire, y aunque coincidimos en su final, la tensión entre nosotros seguía hirviendo como hierro al rojo.Jacke estaba a mi lado, con esa mirada desafiante que podía arrancarme las entrañas y, al mismo tiempo, sostenerme en pie. Dalia, desde el sofá, había hecho su parte: pedir tregua. Esa mujer dulce, embarazada de trillizos, había tenido el coraje de enfrentarnos a los dos. Y Jacke, mi gata salvaje, me había ordenado bajar las armas. A mí. El asesino que jamás obedeció a nadie.Me incliné hacia ella, la tomé de la nuca y le rocé los labios con un beso suave, apenas una caricia de fuego.—¿Cómo una gatita tan pequeña puede doblegar mi voluntad de esta manera? —murmuré, como si no pudiera creerlo.Ella me miró directo, con esa fiereza que me vuelve loco.—
DALIAMe acomodé en el sofá con la manta sobre las piernas, aunque en realidad no me quedaba quieta ni un segundo. Mi corazón iba más rápido que los de mis tres pequeños juntos, latiendo con fuerza bajo mi mano.—Amor… —miré a Adriano, y luego a Alessandro—. Josefo, escúchenme bien los dos. Yo adoro a Jacke, ella es más que mi prima, es mi hermana. Y también adoro a este hombre terco que tengo al lado, porque es mi vida. ¿Qué ganamos si siguen midiéndose con armas y amenazas?Adriano apretó mi mano, sin apartar la mirada de su primo.—Lo que ganamos es que tu seguridad no esté en peligro por este hombre y por la madre que lo parió —gruñó.Suspiré.—¿Es acaso que ustedes no pueden llevarse bien? —los miré a ambos, uno frente al otro, tan iguales en los ojos que dolía—. Tienen la misma sangre. Sin la madre de Alessandro de por medio, no hay razón para que se odien.Alessandro se inclinó un poco hacia adelante.—Prima, como te dije, no me interesa seguir esta guerra, pero mi madre no par
ALESSANDROEl aire en esa casa no se parecía al mío. Aquí olía a familia, a tierra firme, a esa seguridad que nunca conocí.No quería dejar a mi gatita sola, pero con ese carácter que se gasta, me vi obligado a quedarme aquí, empecé a buscar en los muebles y había de todo para preparar pan, así que me puse a amasar, hacer pan ha sido la única manera de ordenar mis pensamientos desde que lo recuerdo.Mi nana me decía, la masa es moldeable, la puedes golpear, insultar y hasta cortar, pero siempre tomará la forma que le den tus manos. Úsala para botar tu frustración, limpiar tu mente y pensar las cosas bien.Y ese consejo lo he llevado a la práctica hasta el día de hoy, cada vez que tenía un problema, preparaba pan.Sentí un auto llegar cuando el pan estaba en el horno, la puerta se abrió y al fin apareció mi gatita, caminé y la abracé con fuerza.— Estás aquí, pensé que algo te había pasado.— Tranquilo amor, volví. Su voz calmó todos mis demonios, me alejé y me senté, debía hablar con
JACKELINELa puerta se abrió y lo vi ahí, en medio de la penumbra del salón, sentado en el sofá con un vaso de whisky como un centinela herido estaba Adriano, levantó la vista y, apenas me reconoció, se puso de pie. No hubo palabras, solo ese abrazo que me apretó los huesos.—¿Estás bien? —me sostuvo de los brazos, mirándome como si buscara moretones escondidos—. ¿Te hizo daño? ¿Cómo se te ocurre ponerte entre mi arma y él?—Adriano, estoy bien —le respondí con firmeza—. Así como Dalia te ama a ti, yo lo amo a él. Y por eso vine. Necesito que hablen. Él quiere hablar, pero no lo traeré acá para que le vueles la cabeza.—Vaya, cobarde —escupió con ironía.—No es cobarde. Yo lo obligué a no venir. Él no quería dejarme sola.Adriano bufó, frustrado, y apartó la mirada.—Pfff…—Amor —intervino la voz dulce de Dalia, desde la escalera—. Creo que es bueno que los cuatro hablemos.Ambos giramos de golpe.—¡DALIAAAAA! —gritamos a coro Adriano y yo—. ¡Tú deberías estar acostada!Ella nos miró
ALESSANDRO CARPENTIEREmpujé la puerta del departamento con el hombro y cerré dos cerrojos de memoria. La ciudad sigue lloviendo, pero aquí adentro huele a madera limpia y a silencio. No le doy tiempo al silencio: voy directo al baño, abro el botiquín y saco gasas, suero y un analgésico en crema. Mi gatita me sigue sin soltar la camisa; tiembla poco, más por la rabia que por el miedo.—Siéntate aquí —le indico, tocando la cubierta de mármol—. Quiero ver ese labio.Me obedece con la misma terquedad con la que me desafía. Enciendo la luz fría del espejo. La hinchazón se marcó en el borde del labio; hay un corte limpio que sangra de manera terca. Humedezco un cotonito con desinfectante.—Dolerá un poco, amor.—Aauuush… —muerde la queja, firme—. El mundo es un pañuelo, Alessandro. — Jamás pensé que la esposa de Adriano sería tu prima… la mamá de los tres glotones que aman mi pan.—Yo tampoco. —Me sonrío sin humor—. Y aun así, aquí estamos.Le toco el labio con cuidado, como si la piel pu
DALIA El auto se detuvo frente a Urgencias y el mundo empezó a moverse más rápido que mi miedo. Adriano me bajó en brazos como si el suelo quemara. Lía abrió paso con una sola mirada. Enzo habló con el guardia sin dejar de mirarme el labio partido. Yo sentí a mis tres pequeños como un rumor tibio bajo la mano.—Estoy bien —le dije a Adriano, solo para verle aflojar los hombros un poquito—. Ellos también.—No voy a creerlo hasta oírlo —respondió, y besó mi frente.Me recibieron en una sala clara. Luz blanca, olor a desinfectante, una camilla que crujió cuando me acomodé de lado. La doctora llegó rápido, pelo recogido, ojos atentos.—Soy la doctora Valderrama —se presentó—. Me dijeron accidente y embarazo múltiple de cuatro meses. Vamos a revisar todo. ¿Dolor abdominal? ¿Sangrado?—No —respondí—. Solo el susto y el labio.Adriano se mantuvo a mi lado, la mano firme sobre la mía. Sentí su pulso desbocado. Si pudiera, le habría prestado el mío.Pusieron el doppler primero. El gel estaba
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