Acepto

DALIA

Llegué a mi trabajo justo a la hora. Jadeaba levemente por la corrida, pero intenté recomponerme mientras abría la puerta. Mi jefe me esperaba con los brazos cruzados y el ceño tan fruncido que parecía tallado en piedra.

—Jefe, llegué a tiempo.

—¿A tiempo? —soltó con sorna—. Sabes muy bien que debes llegar cinco minutos antes, para que Jimmy se vaya a su hora. Ahora tendrá que quedarse diez minutos más para entregarte la caja y el inventario. ¿Y quién pagará esos diez minutos?

Sentí un nudo en el estómago. Estaba tan agotada que ni siquiera me salían las palabras.

—Señor Jackson, si quiere… no me los pague, no es necesario —mi amigo intentó calmarlo—. Pero por favor, no regañe más a Dalia —intervino con tono firme pero amable.

—¿Y tú quién eres para decirme lo que debo o no debo hacer? —bramó—. ¡Escúchame, Dalia! Esta es tu última oportunidad. Si fallas de nuevo en tu sobre turno, se acabó. Y no me importa si se muere tu papá, tu mamá o tu abuelita. ¡Aquí se viene a trabajar! ¿Escuchaste? Esto me pasa por contratar mujeres. ¡Maldita la hora en que te contraté!

Mi cuerpo se tensó, pero bajé la cabeza. Los labios me temblaban, y las lágrimas me picaban detrás de los ojos.

—Sí, jefe —respondí con voz ahogada.

Me dirigí a mi puesto mientras Jimmy me miraba con pena.

—Lo siento mucho, Dalia. Sé que esto es difícil. Yo te cubriré cada vez que pueda.

—Gracias, Jimmy —susurré, forzando una sonrisa débil.

Esa noche trabajé con el corazón apretado y el cuerpo en piloto automático. Cerca de las tres de la mañana, un hombre borracho entró tambaleándose. Pedía un tipo de cerveza que no teníamos. Traté de explicarle con calma, pero no me escuchaba.

Los gritos subieron de tono, y antes de darme cuenta, el hombre me empujó con violencia. Caí hacia atrás, y el sonido de las botellas rompiéndose a mi alrededor me paralizó.

El estallido de cristal fue seguido por los pasos pesados del jefe.

—¡Maldita sea! ¡Fíjate! ¡Acabas de romper las cervezas! —vociferó, rojo de rabia.

—Pero… él me empujó —intenté decir, incorporándome con dificultad. Tenía pequeñas cortaduras en las manos por el vidrio.

—¡Me tienes aburrido! ¡Vete! ¡Estás despedida!

El tiempo se detuvo. Me quedé congelada, con las palabras clavándose en mi pecho.

—Jefe, no fue mi culpa —susurré, pero ya no escuchaba. Caminó hasta la caja registradora y me lanzó un sobre con mi pago.

—Agradece que no te descuento las cervezas que quebraste. Ahora vete.

Tomé el sobre con manos temblorosas. Mis mejillas ardían. Sentía el llanto acumulado subiendo por mi garganta. Salí sin mirar atrás. Y esta vez… no contuve las lágrimas. Rodaban sin permiso por mis mejillas mientras caminaba por la calle vacía.

Ya no tenía trabajo. Ni un sueldo. Ni una salida.

Llegué a casa. Me quité los zapatos con movimientos lentos, sintiendo cómo el cansancio se mezclaba con la desesperación. Me duché con agua fría y dejé que el agua se llevara un poco del dolor… aunque no todo.

Fui al hospital. Caminé por los pasillos casi de memoria, hasta llegar a la habitación. Papá dormía. Me senté a su lado y le tomé la mano. Las lágrimas regresaron como una vieja amiga. Hundí el rostro en sus sábanas y lloré en silencio. Ya no podía más. Sentía que todo se me deshacía entre los dedos.

Entonces entró el médico.

—Dalia…

Me sequé el rostro como pude y me puse de pie, forzando compostura.

—Doctor, dígame.

—Tu padre está empeorando. Rápidamente. Estamos llegando a un punto de no retorno. Si no atacamos el cáncer pronto, no podremos detenerlo. Además, necesita medicamentos para el dolor, y… esos deberás conseguirlos tú. No están cubiertos por el seguro.

Mi garganta se cerró. Asentí con la cabeza, sin poder hablar.

—Sé que esto es difícil y frustrante —continuó—. Pero estamos contra el tiempo. Si logras gestionar atención privada, puedo hablar con el oncólogo. Agilizaremos todo.

—Gracias, doctor… —murmuré, con la voz rasgada.

Se fue, y yo me quedé ahí, mirando a papá. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Estaba perdiéndolo.

Y yo estaba completamente sola.

Sin trabajo. Sin apoyo. Sin nada.

Me cubrí la boca con la mano para no gritar. Pensé en robar. En empeñar mi alma. En todo. Y entonces lo recordé.

El contrato.

Rebusqué en mi mochila y lo saqué.

Lo abrí con dedos entumecidos.

Lo leí línea por línea.

Casarme con Adriano Blackstone.

Ocho meses mínimo.

Cuidarlo. Atenderlo.

Actuar como su esposa.

A cambio… tratamiento completo en la mejor clínica para mi padre.

Papá gimió en sueños. Su rostro se torció de dolor. Mi corazón se hizo trizas.

Y decidí.

Lo cuidaría. Como él me cuidó a mí.

Aunque eso significara vender mi libertad.

Aunque eso significara perderme a mí misma.

Pasé la noche sin dormir. Mirando el techo. Sintiéndome una sombra.

Busqué videos de Adriano.

Era guapo. Intimidante. Con una sonrisa arrogante con un carácter terrible y un aire de superioridad que cruzaba la pantalla.

Parecía un hombre que arrasaba con todo…

Pero ahora estaba dormido.

Y no podía herirme.

A las ocho en punto de la mañana, tomé el celular. Marqué el número de la tarjeta.

—Señora Sara, habla Dalia.

—Hola, cariño. Dime —respondió con calidez.

Apreté el celular con fuerza. Los dedos me sudaban. El corazón me golpeaba el pecho como un tambor.

—Acepto —dije al fin, con un suspiro tembloroso.

—Perfecto. Las dos estamos contra el tiempo. Mañana te espero en mi casa. Enviaré a los médicos para tu padre. Mañana se celebra el matrimonio, y mañana mismo él iniciará el tratamiento.

—Está bien… —susurré.

A media mañana, como lo prometió, llegaron los médicos. Le hablaron al doctor de mi padre, le dieron medicación de buena calidad. Papá mejoró. Ya no se retorcía tanto. Me agradeció con los ojos.

Le expliqué lo justo. Él no estuvo de acuerdo al principio, pero entendió que no había vuelta atrás.

Que lo haría igual, aunque él no quisiera, tenía que intentarlo, tenía que conseguir su tratamiento, no podía perderlo. Ese día dormimos en el hospital, el medicamento le pasaba por el suero, haciéndolo sentir mejor.

El día llegó.

Estábamos en la mansión Blackstone. Imponente. Fría. Cargada de un lujo que no me pertenecía.

Sara nos recibió con una sonrisa amable. Cuando mi padre la vio, sus ojos se abrieron con sorpresa.

—¿Sara?

—Hola, Will. Qué bueno verte, aunque sean estas circunstancias.

—¿Tú le ofreciste ese trato a Dalia?

—Así es. Qué irónico, ¿no? Cuántas veces dijimos que nuestros hijos se casarían… y míranos.

Papá asintió. Se abrazaron. Y por un segundo, vi en su rostro un poco de paz.

Me centré. Dejé su silla frente al juez.

La sala era amplia, blanca, impersonal. Había dos funcionarios.

Una mujer frágil con sonrisa dulce: la señora Susan.

Y a su lado, Sara, serena y expectante.

El notario comenzó.

—Adriano Alexander Blackstone ha firmado y dejado su huella en este documento. Falta la firma de la señorita Dalia Emily Zain.

Mi nombre. Sonaba como una sentencia.

Recordé como de niña soñaba, con vestido blanco, del brazo de mi padre y un hombre que me amara esperándome.

Pero esta… era otra historia.

Tomé la pluma, mi mano temblaba levanté la vista y ahí estaba él.

Papá. Débil. Con suero. Pero sonriendo.

Por mí.

Y supe que podía.

—Por ti, papá —susurré, sin apartar la mirada.

Firmé.

Mi nombre quedó junto al de Adriano.

Sin anillos. Sin beso.

Solo un trato. Y una promesa silenciosa a quien me dio todo.

Al terminar Sara me tomó de la mano con dulzura y me condujo por el pasillo hasta una habitación más apartada.

—Quiero que lo veas… que entiendas con quién te casaste. Es hora de conocerlo.

Asentí con un leve movimiento de cabeza. La garganta se me cerró por completo. Cada paso hacia esa puerta me hacía sentir como si caminara al borde de un abismo.

Sara abrió la puerta y me dejó pasar.

— Dalia, él es mi hijo, Adriano. Te dejaré sola un momento. Luego baja a cenar. Preparamos algo que tu padre también pueda comer.

—Está bien, señora Sara —dije, con la voz hecha un susurro.

—Sara, solo Sara. Ahora somos familia —añadió con una sonrisa cálida antes de cerrar suavemente la puerta.

La habitación era amplia, luminosa, con grandes ventanales por donde entraba la brisa del atardecer y ahí estaba él.

Adriano Alexander Blackstone.

Mi esposo.

Dormido. Inmóvil. Conectado a una máquina que regulaba su respiración con un leve sonido rítmico. Su pecho subía y bajaba como si el tiempo fuera más lento para él.

Era impresionante. Su rostro, incluso en ese estado, era hermoso. Mandíbula marcada, pestañas largas, cabello oscuro levemente alborotado sobre la frente. Parecía más una escultura que un hombre real.

Me acerqué a él con cautela. Mis dedos se tensaron al borde de la cama, como si temieran tocarlo. Me incliné apenas.

Una pequeña mancha se dibujaba en su frente, y por un instante me nació un impulso que no supe de dónde venía: quería limpiarla.

Busqué en la mesita de noche una toallita húmeda. Al abrir el cajón, lo vi.

Un cuaderno.

Viejo, de t***s de cuero, con las iniciales A.B. grabadas a fuego en la cubierta.

— ¿Su diario? — Susurré para mí

Mis dedos se detuvieron sobre él. El corazón me dio un vuelco. Sentí que estaba invadiendo algo… pero algo dentro de mí necesitaba saber con quién me había casado.

Lo abrí.

El olor a papel antiguo me golpeó como una memoria enterrada.

La primera página me cortó el aliento:

“Cláusula de m****a. Mi madre insiste en que debo casarme para no perder la herencia ni la empresa. Si no lo hago, todo se irá a la caridad. Debo casarme antes de los 30 años. Maldita sea. Mi abuela, incluso después de muerta, me jode.”

Tragué saliva. Las letras eran firmes, rápidas, escritas con rabia. Podía sentirla en cada trazo.

“Qué ironía. Pasé mi vida escapando del matrimonio, y ahora me veo obligado a firmar papeles con una extraña. No me interesa su cara. No me importa si es buena. Solo quiero que entienda que esto no es amor. No lo será. El amor no existe.”

Mi corazón latía rápido. Seguí leyendo, aunque me dolía sentir toda esa frustración.

“Las mujeres se acercan por interés, por herencias, por mi nombre, por mi apariencia. Nunca por lo que realmente soy. Esta será igual.”

Cada línea era como una bofetada.

“Le pedí a mi madre que buscara a alguien. Mi novia no sirve para esto. Ella quiere amor, y yo no tengo nada para dar. Lo nuestro era un trato con su padre. Una pantalla. Solo necesitaba estar con ella un tiempo para hacerla deseable en el mercado. Después vendría otro y me la quitaría. Entre hombres, ese es el juego. Si le digo que nos casemos ella pensará que tiene el derecho para pedir más, y yo jamás le podré dar más que un matrimonio con fecha de expiración”

Mi mano temblaba. El diario pesaba más de lo que parecía.

“Necesito una mujer que no me pida nada. Ni promesas. Ni cariño. Nada. Solo que firme. Que actúe. Y luego… que se vaya y yo mandarla al olvido”

Cerré el cuaderno con fuerza. Lo apreté contra mi pecho. Sentí que no podía respirar.

El aire de la habitación me resultaba pesado, como si me aplastara.

Miré Adriano con sus ojos cerrados, él ya me odiaba. Sin conocerme.

Sin mirarme una sola vez.

Me acerqué a la cama. Lo observé de nuevo.

¿Cómo podía odiarme sin saber quién era yo?

¿Cómo podía yo… casarme con alguien que me despreciaba sin siquiera mirarme a los ojos?

—Lo haré igual —susurré con voz temblorosa.

Me senté en la silla junto a su cama y le tomé la mano, con suavidad, como si fuera de cristal. Tenía la piel cálida, suave.

Mis lágrimas cayeron sin permiso. Una tras otra.

Porque entendí que, a partir de ahora, dormiría junto a un hombre que nunca me abrazaría. Que llevaría un apellido que no me había ganado con amor… sino con desesperación.

—Aunque me odies —susurré—. Aunque nunca me mires. Aunque nunca me llames por mi nombre.

Lo haré. Porque esto… No es por ti. Es por él. Por mi padre.

Por quien sí me amó sin condiciones.

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