DALIA
Estaba en la sala esperando a la señora Sara. Una cosa era tener a Adriano dormido mientras lo cuidaba, y otra muy distinta era que estuviera despierto. Sobre todo, si no me quería a su lado. Las manos me temblaban sobre las piernas que no dejaban de subir y bajar, y me vi obligada a apretarlas con fuerza para calmarme. Sentí la mano suave y cálida de Susan posarse sobre mi hombro.
—Hijita, tranquila. Adriano siempre ha tenido un genio difícil, ¿pero sabes qué? Su padre también. Mi hijo tenía un carácter muy parecido, y Sara supo domarlo. Estos hombres necesitan mujeres fuertes a su lado, mujeres que los guíen y les pongan un pare cuando ni ellos mismos saben qué quieren. No dejes que mi nieto te amedrente. ¿Qué más te puede hacer? No es como que pueda moverse y lanzarte algo. Tú tienes el poder, querida.
Solté una risa nerviosa. Tanto la señora Susan como la señora Sara eran demasiado dulces. Con ellas recibí todo el amor de madre que jamás tuve en mi vida. Y quizás, ese era el motor que necesitaba para no salir corriendo.
Sentí los pasos de Sara acercarse y me puse de pie de inmediato, los nervios subiéndome por la espalda como un escalofrío.
—¿Cómo está él?
—Un poco desconcertado. Ya hablé con él. No te dejes intimidar. Es muy desagradable y frío, pero una vez que lo conoces... es un amor.
—Pero con usted, que es su madre…
—Jajaja, no te dejes intimidar. Si te dice algo desagradable, respóndele con sarcasmo o con algo peor.
—Lo intentaré —murmuré, forzando una sonrisa.
—Tú puedes, cariño. Tienes mi apoyo.
Caminé hacia la habitación. Mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo en los oídos. Me detuve frente a la puerta, respiré hondo, conté hasta tres… y entré.
Allí estaba. Lo habían sentado un poco. Su perfil se recortaba contra la luz tenue de la ventana, y su mirada estaba fija en el exterior, como si el mundo allá afuera pudiera ofrecerle respuestas.
—Hola de nuevo —dije suavemente.
Él giró la cabeza hacia mí y me recorrió de pies a cabeza con una mirada tan fría que sentí que la temperatura de la habitación descendía unos grados. No era difícil notar que no era de su agrado. Había visto las mujeres que lo rodeaban antes del accidente, y no me parecía a ninguna de ellas. Quizás lo único que destacaba en mí eran mis ojos grises, herencia de papá.
—¿Y ahora qué quieres? —gruñó con voz ronca, la mandíbula tensa. Suspiré.
—Solo vine a ver cómo estabas. Traje tu agua y tus medicamentos —respondí con la voz más dulce que fui capaz de producir.
—No necesito nada de ti. Puedo arreglármelas solo.
—No puedes moverte, Adriano —dije con calma, dejando el vaso en la mesa junto a la cama—. No tienes muchas opciones.
Me lanzó una mirada asesina. Pero no retrocedí. Ya había enfrentado cosas peores en la vida y venían de la mujer que se suponía debía amarme. No me iba a quebrar porque un hombre me mirara con desdén.
—Mira… —inhalé hondo, obligándome a mantener la compostura—. No tienes que amarme. Ni siquiera tengo que agradarte. Pero estaremos juntos por un tiempo, así que será mejor que llevemos la fiesta en paz. Por tu salud. Y por la mía.
No respondió. Solo me observó con una expresión dura. Hostil.
—Te voy a bañar —agregué, con tono firme mientras me acercaba—. Es parte de tu cuidado diario.
—¡Ni se te ocurra tocarme! —espetó, los músculos de su cuello tensándose al límite.
—Entonces hazlo tú —repliqué con tranquilidad, alzando la toalla limpia—. Vamos. Te espero.
La rabia le destelló en los ojos. Apretó los labios hasta que se tornaron blancos. Sabía que no podía hacer nada. Y eso, más que el baño, era lo que más lo enfurecía: depender de mí.
—No necesito tu lástima —murmuró, desviado la mirada.
—No es lástima —contesté, agachándome a su lado mientras empezaba a desabotonar con cuidado su camisa—. Es lo que debo hacer, por el contrato, por tu salud. Además, no es la primera vez que te baño. Llevo más de un mes haciéndolo. Te conozco completo.
No replicó. Sus ojos se clavaron en el techo.
Tomé la toalla húmeda y la pasé por su pecho. Su piel estaba fría al tacto. Sentí cómo su cuerpo se estremecía apenas. Sabía que me sentía, aunque no pudiera moverse.
—¿Cómo fue tu accidente? —pregunté, suavemente, sin dejar de limpiarlo.
Por un momento creí que no respondería.
—Iba en auto —murmuró al fin, mirando al techo con los ojos nublados—. Llovía. Otro coche se cruzó. Recuerdo el impacto. Después… nada.
—Lo siento mucho —dije mientras pasaba la toalla por sus brazos, limpiando con esmero cada rincón.
—No me veas como un inválido —dijo con amargura.
—No te veo así —repliqué con firmeza—. Solo estás despertando. Te estás recuperando. Y yo estaré aquí… para ayudarte.
Nuestros ojos se encontraron. Esta vez no hubo rabia. Solo un cansancio profundo.
—Cierra tus ojos para limpiarte el rostro —le dije con suavidad.
Lo hice con el mismo cuidado con el que se toca a alguien que duele. Luego le apliqué crema hidratante y rebajé su barba. Cuando terminé, tomé el espejo y se lo mostré.
—Mira, quedaste muy guapo.
—¿Cómo conoces mi estilo?
—Porque vi fotos tuyas antes del accidente, yo le cortaba la barba a mi padre, tengo experiencia —dije con una sonrisa.
Le quité los pantalones y él frunció el ceño, incómodo.
—Tranquilo —dije, divertida—. No hay nada que no haya visto antes. Yo te cuidaba cuando estabas dormido.
Le puse un pijama nuevo y comencé con sus ejercicios. Moví sus brazos, sus piernas. Su cuerpo era pesado, pero yo ya estaba acostumbrada.
—¿Cómo puedes moverme así tan fácilmente?
—Te dije que llevo más de un mes haciéndolo, estoy acostumbrada —respondí sin dejar de trabajar—. Y no eres tan pesado.
—Mido un metro noventa, por si no lo has notado.
—Y yo apenas uno cincuenta y ocho —respondí con un guiño—. Pero no soy tan frágil como me ves, Adriano Blackstone.
Sus labios temblaron apenas. Como si contuviera una sonrisa.
—¿Sientes esto? —pregunté al masajear su pantorrilla.
—Sí… pero no puedo moverme. Todavía.
—Sentir ya es un gran avance.
El silencio entre nosotros se volvió cómodo. Cálido. Humano. No éramos desconocidos obligados por un contrato. Éramos dos personas cruzadas por el dolor.
—¿Y tú? —preguntó de pronto—. ¿Cómo terminaste aquí? Casada conmigo.
—Fue un acuerdo con tu madre. Solo tengo a mi padre, y está enfermo. Ella paga su tratamiento a cambio de que me casara contigo. Y yo… bueno, te cuido. Hasta que el testamento deje de estar bajo la lupa. Así que estoy aquí. Aunque me grites. Aunque me mires con desprecio.
—No lo volveré a hacer —murmuró—. Pero eso no quiere decir que me gustes.
—Lo sé. Tampoco yo me enamoré de ti a primera vista —sonreí—. Pero no eres tan horrible, después de todo.
Y juro que lo vi. Una leve curvatura en sus labios. Un amago de sonrisa que no se atrevió a mostrarse del todo.
Pero estaba ahí. Su primera grieta.
Y yo… Ya me estaba colando por ella.