Adriano despierta

DALIA

Después de conocer a Adriano… y violar su privacidad leyendo su diario, bajé a cenar con el estómago encogido y los pensamientos revueltos.

Tal como dijo Sara, la mesa estaba perfectamente servida, y había alimentos suaves, pensados especialmente para papá. Lo vi sonreír mientras hablaba con ella, riéndose entre recuerdos de juventud. Resultó que eran grandes amigos en la preparatoria.

Mi corazón se enterneció. Hacía mucho tiempo que no lo veía reír así. Sus ojos chispeaban, como si por un rato se olvidara de la enfermedad. Esa risa… era el mejor regalo que podía recibir. Verlo reír hacía que todo esto valiera la pena.

Después de la cena lo ayudé a cambiarse. Su cuerpo estaba más débil de lo habitual, y se apoyó en mí con plena confianza. Lo acomodé en la habitación de invitados y me senté a su lado un momento, acariciando su frente.

Sara se acercó para despedirse. Sus ojos brillaban con dulzura.

—Buenas noches, Will —le dijo—. Mañana te llevaremos a tu nueva clínica. Dormirás como un rey.

Luego me miró a mí.

— Vamos Dalia, dejémoslo descansar.

Caminamos de vuelta a la habitación de Adriano mientras Sara me hablaba con dulzura.

—Está bien, Dalia… —su voz era suave, casi maternal—. Tu padre dormirá aquí esta noche, y mañana lo llevaremos juntas a la clínica privada. Allí estará cómodo, atendido, sin dolor.

Asentí, aunque un nudo se formó en mi garganta. Tragué con fuerza.

—Gracias.

—Él es mi amigo… y tú, su hija, eres muy valiente. Eres como él. Noble. Leal. Por eso te escogí. Si hubiera sido cualquier otra mujer, quizás nos habría destruido.

—Jamás haría algo así, señora Sara.

—Lo sé, cariño. Por eso confío en ti.

Me acarició el rostro con ternura, y por un instante… por un segundo apenas, sentí lo que era tener una madre. No una que gritaba y golpeaba por existir, sino una que te sostenía cuando temblaba tu mundo.

Suspiré. Era hora.

Volví a la habitación. La puerta se cerró a mis espaldas con un suave clic.

El aroma a vainilla y madera me envolvió al instante.

Ahí estaba él. Adriano Blackstone.

Mi esposo.

Tendido en aquella cama blanca, inmóvil, con la cabeza descansando en una almohada mullida.

La luz de la lampara de noche, acariciando su piel pálida como una caricia dorada. Me dediqué a mirarlo con más detalle esta vez.

Tenía el cabello castaño claro, liso, desordenado con una perfección casi irreal.

Su rostro...

Dios.

Tenía facciones marcadas, masculinas. Cejas definidas, mandíbula poderosa, pestañas oscuras. Si no supiera que estaba en coma, habría pensado que simplemente dormía profundamente.

Me senté a su lado. El colchón apenas crujió bajo mi peso.

El sonido del monitor cardíaco y el leve suspiro del respirador creaban una sinfonía tranquila, casi hipnótica.

Me incliné. Sin pensarlo, mis dedos buscaron su cabello. Lo acaricié suavemente, dejando que la yema rozara su frente, donde ya no quedaba la mancha que había limpiado hace un momento atrás.

—Hola, Adriano… —murmuré, sintiéndome tonta por hablarle—. Soy Dalia. Tu esposa.

Las palabras flotaron en el aire, sin respuesta.

—Sé que no te gusta la idea del matrimonio. Leí tu diario. Lo sé. Pero desde hoy, cuidaré de ti. Aunque no puedas verme, aunque me odies si despiertas… estarás limpio, cómodo. No estarás solo. Nunca más.

Incliné la cabeza y rocé su frente con mis labios. Era cálida.

Empecé con mi trabajo.

Le hice masajes. Lo limpié. Moví sus extremidades con delicadeza para que no se atrofien tal como me habían enseñado.

No era la primera vez que cuidaba a un enfermo. Lo hice antes, y aunque esta vez era diferente… me obligué a ver esto como solo un trabajo más.

O eso intenté.

Los días pasaron rápido. Demasiado rápido.

Lo bañaba cada mañana, lo vestía con ropa suave, lo peinaba.

Aprendí a leer su cuerpo. Las reacciones mínimas. Los cambios de respiración. Los gestos dormidos.

Y sin darme cuenta, comencé a tomarle cariño.

Quizás porque gracias a él, papá estaba recibiendo su tratamiento.

Quizás porque era otro ser humano atrapado en un cuerpo que no respondía y dependía totalmente de mí.

No lo sabía. Solo… sucedió.

Flexionaba sus piernas. Le masajeaba los hombros.

Le hablaba. Le leía noticias. A veces, solo me sentaba a su lado y le tomaba la mano, acariciando su piel con el pulgar.

Era rutina. Era trabajo. Era sobrevivir.

Papá mejoraba. La clínica, los medicamentos, todo estaba funcionando.

Lo veía débil, pero con una chispa nueva en los ojos.

"Estoy orgulloso de ti, pequeña", me decía cada vez que iba a verlo.

Y con eso, bastaba.

Una tarde cualquiera, algo cambió.

En su control de rutina, los médicos notaron que Adriano ya respiraba por sí solo. Le retiraron la asistencia respiratoria.

Lloré de emoción, en silencio, cuando salieron de la habitación.

Le humecté los labios. Le rebajé la barba. Lo peiné con más cariño que nunca.

Quería que, si despertaba, se sintiera humano. Vivo. Entero. Estaba tan feliz de que estuviera mejorando. Los días pasaban, mi padre se ponía más fuerte, y yo seguía cuidando de mi esposo con esmero.

Y entonces… sucedió.

Esa tarde, mientras le leía una vieja edición de un libro de aventuras, mis dedos acariciaban su cabello distraídamente. Y de pronto… lo sentí.

Un leve movimiento.

Me congelé.

Sus párpados se movieron. Y se abrieron.

Ojos azules. Intensos. Tan vivos que me dejaron sin aliento.

Me incorporé de golpe, con el corazón latiéndome en los oídos.

Un segundo después, su voz —ronca, grave, áspera— rompió el aire:

—¿Tú… quién eres? ¿Dónde estoy? ¡¿Por qué m****a no puedo moverme?! — Me di cuenta que respiraba agitado, y que trataba de moverse pero lo único que podía mover era su cabeza.

—Adriano… por favor, cálmate. Te lo explicaré todo, solo respira…

—¿¡Quién eres tú!?

—Yo soy Dalia… tu esposa. Tuviste un accidente hace dos años. Estuviste en coma. Has estado dormido todo este tiempo.

—¿¡Mi qué!? ¡Estás loca! ¡Yo jamás me he casado! ¡Busca a mi madre! ¡Ahora!

Intenté tocar su mano para calmarlo, pero él me gritó que no lo tocara. Sus ojos estaban cargados de furia. El desconcierto vibraba en cada músculo de su cara.

—¡No me toques! ¡Llama a mi madre!

Su voz subió, y antes de que pudiera decir algo más, la puerta se abrió.

Sara entró corriendo.

—¡Hijo! ¡Adriano! —su voz se quebró de emoción—. ¡Sabía que despertarías!

Corrió hacia él. Lo abrazó, pero él se mantuvo rígido.

—¿Me puedes explicar por qué diablos despierto casado? —espetó, mirando a su madre con un hielo en la mirada que me heló también a mí.

Sara me miró con una súplica silenciosa.

—Dalia, cariño… ¿nos das un momento? Espérame en la sala, ¿sí?

Asentí. La garganta se me cerró. Caminé hacia la puerta con pasos firmes, pero por dentro me temblaba el alma. Antes de salir, lo miré una vez más.

Y él también me miró.

Y en sus ojos… no había gratitud. Solo rabia y desprecio.

* * *

SARA BLACKSTONE

Estaba sentada con mi suegra, charlando en la sala mientras sostenía una taza de té entre las manos, cuando un grito desgarrador me erizó la piel.

—Adriano… —susurré, helándome por dentro.

Solté la taza, que tintineó suavemente al chocar contra el platillo. Mi suegra me miró con los ojos muy abiertos, la preocupación cruzando su rostro como una tormenta repentina.

—Despertó —dijo—. Corre, niña. Debe estar confundido.

Salté de la silla con el corazón desbocado. Mis piernas se movían solas mientras cruzaba el pasillo a toda velocidad, esquivando a los empleados que se habían asomado por el alboroto.

Cuando abrí la puerta, me encontré con el caos.

Adriano movía apenas la cabeza de un lado a otro, los ojos encendidos por una furia que hacía temblar la habitación.

Y frente a él, Dalia, pálida como una sábana, con la respiración entrecortada.

—¡No me toques! ¡Llama a mi madre! —bramaba él, con la voz rasposa pero firme como un cuchillo.

—¡Hijo! ¡Adriano! —corrí hacia él a abrazarlo—. ¡Sabía que despertarías!

—¿Me puedes explicar por qué diablos despierto casado? —espetó, mirándome con un hielo en la mirada.

Dalia me miró, como si tratara de explicarle, pero yo sabía que en ese estado Adriano no escuchaba razones y era muy cruel. Antes que Adriano la dañara hablé yo.

—Dalia, cariño… ¿nos das un momento? Espérame en la sala, ¿sí?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas, y salió de la habitación con pasos tensos. Vi cómo sus manos temblaban al cerrar la puerta.

Me volví hacia Adriano.

Mi niño, el amor de mi vida… estaba despierto.

Y enojado. Furioso.

Me acerqué a su cama y tomé con cuidado su rostro entre mis manos, pero él desvió la cabeza. Un rechazo que dolió más que cualquier palabra.

—Adriano…

—Mamá, ¿cómo pudiste? —escupió con rabia—. ¿¡Cómo pudiste casarme sin mi consentimiento!?

Sentí un hueco en el pecho, pero me obligué a mantener la calma. Me senté junto a él, con las manos sobre el regazo.

—Cariño… en pocos días cumplirás treinta. No tuve opción. Sabía que despertarías, pero no podía esperar sin hacer nada. Era eso… o perderlo todo.

—¿Todo? —bufó—. Bien. Ya me casé. Ahora quiero el divorcio.

—No es tan fácil, amor —exhalé con pesar—. Tu matrimonio debe durar mínimo ocho meses para que no pueda ser objetado por el ministro de fe que lleva el testamento de tu abuela. Por eso Dalia vive aquí. Duerme contigo. El notario puede aparecer en cualquier momento, y si ve algo fuera de lugar… objetará el certificado. Y todo pasará a caridad.

Él cerró los ojos por un momento. Vi cómo su cuello se tensaba, el único lugar donde aún podía acumular furia.

—Entonces… ¿me estás diciendo que estoy atado a esa mujer por ocho meses?

—Así es —respondí con honestidad—. Antes del accidente, tú lo sabías. Lo aceptaste. Me lo dejaste en claro. Solo te pido que seas cordial. Es una buena muchacha.

—¿Una buena muchacha? —soltó, girando el rostro lentamente hacia mí—. ¡Ni siquiera sé quién es! No me pidas que congenie con alguien que no conozco. Sabes que soy selectivo con mi círculo, mamá. Además… —sus ojos se afilaron con desprecio—. Se nota que es simple. Ni siquiera es bonita.

Esas palabras me atravesaron.

Tuve que inhalar hondo para no perder la compostura.

—Fue la única opción que tuve, Adriano. Nadie más habría aceptado. Todas las mujeres “bonitas” que te rodeaban, querían algo a cambio. Amor, atención, tu apellido. Ella no. Dalia firmó un contrato sabiendo que esto no era un cuento de hadas.

—¿¡Contrato!? —repitió con los labios tensos.

Asentí.

—Sí. Su padre está enfermo. Tiene cáncer. Yo pago su tratamiento a cambio de que se casara contigo. Todo está en orden. Legal. Ella no te pidió nada. Solo cumplirá los ocho meses, y luego firmará el divorcio, como ambos acordamos.

Él desvió la mirada, en silencio.

Por primera vez, sus ojos dejaron de brillar con rabia. Había algo más… algo como resignación.

—Entonces… esto es un negocio.

—Un trato, sí —afirmé con suavidad—. Pero no la veas como una enemiga. No lo es. No quiere tu dinero, ni tu nombre. Solo quiere salvar a su padre. Igual que yo quería salvarte a ti.

—No me pidas que le sonría y sea amable. Solo… no puedo.

—No te lo pido. Solo que no la insultes, no seas cruel. No lo merece. Ella no te hizo esto. Fui yo. Ella se vio obligada a hacer esto por amor a su padre.

Silencio.

Y entonces, como un suspiro áspero, dijo:

—Está bien…

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me incliné y besé su frente.

—Ese es mi muchacho.

Ver sus ojos abiertos, tan azules como el cielo más claro… fue el milagro por el que recé cada día.

Él había vuelto.

Mi Adriano.

Ahora solo esperaba que su carácter endemoniado no corriera a Dalia antes de que se cumpliera el plazo.

Tenía fe. Esa muchacha era fuerte y dulce. Quizás no lograrían amarse.

Pero tal vez… solo tal vez… podrían ser algo más que dos desconocidos con un papel firmado, quizás podrían ser amigos como su Will y yo.

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