GAEL
Después de toda la tormenta —los celos, la rabia, el deseo, las palabras que nunca creí decir— el silencio volvió a la habitación.
Y, por primera vez en mucho tiempo, ese silencio no me pesó.
Anna dormía abrazada a mí, tan pegada que podía sentir el ritmo de su corazón mezclándose con el mío.
Tenía una mano en mi pecho, como si temiera que si me movía… desapareciera.
Su respiración era suave, temblorosa a ratos, y su rostro se veía en paz.
Esa paz que yo mismo le había quitado tantas veces.
Pasé mis dedos por su cabello, jugando con su mechón blanco, ese que siempre me hipnotizaba.
Cuántas veces había querido tocarlo, olerlo, besarla así —sin rabia, sin máscaras— y no pude.
Y ahora estaba ahí, dormida, en mis brazos, como si el mundo entero se hubiera detenido solo para nosotros.
Cerré los ojos un segundo y respiré su perfume.
Jazmín.
Siempre jazmín.
Su olor estaba impregnado en mi piel, en las sábanas, en el aire.
Y eso me asustó.
Porque me di cuenta de que, después de tanto luc