DALIA
Mis tacones resonaban en el pasillo como una sentencia.
Cada paso era un eco de miedo. Cada latido, una súplica muda. Sabía que no serían buenas noticias… Y el rostro del doctor lo confirmó.—Señorita Zain… por favor, cuando termine de arreglar a su padre, vaya a mi oficina —dijo, sin lograr disimular la tensión en su voz.
El estómago se me hizo nudo. Sus cejas se fruncían cada vez que miraba la pantalla mientras examinaba a papá. Intenté descifrar algo en sus ojos, pero no encontré más que sombra.
Después de acomodar a mi padre, aún anestesiado, caminé hacia su oficina. El olor a hospital —esa mezcla punzante de desinfectante, angustia y tragedia— me envolvía como una niebla espesa que se metía por la nariz y me apretaba el pecho.
Y lo supe… mi mundo estaba a punto de derrumbarse.
Papá era el centro de mi vida y, a la vez, mi pilar.
Éramos solo él y yo desde que tenía doce años, cuando al fin se separó de esa mujer a la que jamás pude llamar madre.Sabía que no fui una hija deseada para ella. Lo supe desde que tengo memoria: golpes, gritos, jalones de cabello tan fuertes que se llevaba mechones entre los dedos.
Una tarde, mientras jugaba en el jardín, me gritó que entrara. Corrí, recogí mis juguetes tan rápido como pude… pero me cerró la puerta en la cara. Tenía ocho años. Golpeé. Supliqué. Me gritó que durmiera afuera.
Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Temblaba de miedo, encogida, abrazando mis piernas mientras la noche caía sobre mí.Y entonces él… mi padre abrió la puerta.
Me encontró hecha un ovillo, con los labios morados y los ojos hinchados. Me envolvió en su chaqueta y me llevó adentro sin decir nada. Me dio leche caliente, acarició mi cabeza y me protegió con el silencio más tierno que jamás conocí. Ella lo miró con odio, como siempre. Las agresiones siguieron con los años. Pero un día él lo decidió: nos iríamos. Y lo cumplió. Al fin se separó de ella.Desde ese momento, él fue todo lo que tenía.
Llevaba días sintiéndose mal, pero no me dijo nada. No quería preocuparme.
Hasta que una tarde, al volver del trabajo, lo encontré encorvado de dolor.Lo llevé al hospital, pero el examen que necesitaba era demasiado caro para nosotros.
Vendí mis turnos. Lavé ropa ajena. Cuidé niños. Atendí ancianos. Hice lo que fuera necesario hasta juntar el dinero. Hasta que lo logré. Y ahora… aquí estaba.Frente a la puerta que podía partirme la vida en dos.
Golpeé tres veces, con los nudillos entumecidos.
—Permiso… —Pasa, Dalia —dijo el doctor, hojeando unos papeles con lentitud.Me senté en silencio. El aire se sentía denso, cargado. Mis manos sudaban.
Me entregó un sobre.—Lamento darte esta noticia… Tu padre tiene cáncer gástrico en etapa tres. Debe comenzar tratamiento de inmediato. Si seguimos el protocolo público, podría tardar tres meses en recibir atención. Y eso… podría ser fatal. La mejor opción es hacerlo de manera privada.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
No podía respirar. No podía pensar.—Papá… —susurré con la voz rasgada. Tomé el sobre con las manos temblorosas, ahí estaba su diagnóstico, mi padre se podría morir.
Mi mente se inundó de recuerdos.
La niña asustada. Los gritos de mi madre. Su odio. Pero él… él siempre llegaba. Era mi héroe.Y ahora… podía perderlo.
El doctor no pudo ocultarle el diagnóstico. Por ética, debía decírselo.
Y al escucharlo, papá se derrumbó. Lo vi romperse Lo abracé para hacerle sentir que no estaría solo en esta lucha.—Papá, vendamos el auto y la casa. Con eso podremos pagar el tratamiento. Quizás podamos arrendar un lugar más pequeño. Estaremos bien.
—No, mi niña. Es todo lo que tengo. Si mañana muero, quiero que tengas dónde vivir y cómo moverte. No quiero dejarte sin nada, princesa.
Además, el auto está viejito. No darán mucho por él. Pero te ahorras locomoción. Estarás segura. No correrás riesgos al volver tarde.Asentí, tragándome las lágrimas. No podía discutirle, no ahora.
Los días que siguientes fueron una pesadilla.
Turnos dobles en el minimarket. Visitas al hospital. Medicamentos que no podía pagar.Un reloj que avanzaba demasiado rápido hacia la muerte.
Por las mañanas, le besaba la frente.
Por las tardes, lo sacaba a tomar sol.Un día, al llegar a casa, lo encontré vomitando sangre.
—¡PAPÁAAAA!
Sentí cómo la sangre me abandonaba el cuerpo. Grité. Temblé. Llamé a la ambulancia.
El cáncer avanzaba como una sombra asesina. Y yo no podía detenerlo.Esa noche lloré hasta deshidratarme. La impotencia era una cuerda en el cuello.
Mi celular sonó.—MIERDA… —era mi jefe, contesté, secándome el rostro—. Señor Jackson, voy en camino.
—Escúchame, niña, no estoy para tus juegos. Si no llegas en cinco minutos, le doy tu turno a Jimmy.
—No, no. Por favor. Tuve un problema con papá. Solo deme unos minutos…
—Ese no es mi problema. Si no llegas, olvídate de tus turnos extras.
Corrí. Ni siquiera miraba al frente. Estaba tan desesperada que choqué con una mujer.
Nuestros celulares volaron.—Dios… perdón… lo siento mucho —dije, agachándome con torpeza. La miré y, por un segundo, sentí que me conocía. Le entregué su teléfono con las manos temblorosas y retomé la llamada. No podía perder ese turno. Sin él, papá no tendría medicamentos esta semana.
Corrí seis cuadras. Llegué jadeando.
—Jefe, no puedo quedarme. Tengo un compromiso —decía Jimmy, al verme entrar—. Mire, ahí llegó Dalia.
Me miró con compasión. Sabía que lo hacía por mí.
Era un buen amigo.—Perdón, señor Jackson, ya estoy aquí.
—Escúchame, Dalia, yo no hago caridad. Si no llegas a tiempo, el turno se lo doy a otro.
—No volverá a pasar.
Esa noche, en el minimarket, una clienta gritó por un precio mal marcado.
El jefe volvió a regañarme. Mi cuerpo temblaba de agotamiento. Me dolían los pies, la espalda, el alma.Y justo cuando pensaba que no podía más… el celular vibró.
Era el hospital.
Papá había tenido otra recaída.
Faltaban treinta minutos para terminar el turno, pero Jimmy apareció antes. Me abrazó sin decir nada. Yo salí corriendo.
Entre lágrimas, llegué al hospital.
Los médicos lo estabilizaban. Me dejé caer junto a la pared, cubriéndome la cara.Temblaba. En menos de un mes, todo se iba al carajo y yo no veía ninguna salida.
—¿Dalia?
Una voz me hizo alzar la mirada.
Frente a mí… la mujer con la que había chocado esa mañana.
Genial. Lo único que me faltaba: que una ricachona me demandara por haberle rayado el celular. Probablemente valía más que tres meses de mi sueldo