Un trato que nos sirve a las dos

SARA BLACKSTONE

Caminaba por el hospital, y cada paso resonaba con un ritmo seco y cargado.

Mi suegra había tenido una subida de presión, y la llevé al centro médico más cercano.

Odiaba estos lugares.

El olor a desinfectante, las luces blancas, los rostros cansados... todo me recordaba el día en que perdí al amor de mi vida.

Y peor aún… el día que mi hijo quedó en coma.

Sacudí la cabeza, como si así pudiera espantar los recuerdos que me oprimían el pecho.

Seguí caminando con la enfermera, tratando de concentrarme, cuando mi celular vibró dentro de la cartera. Lo tomé sin pensar. Era mi abogado.

—Alberto —contesté con un suspiro.

—Sara, estamos contra el tiempo —dijo sin rodeos—. Tenemos menos de dos meses para que Adriano contraiga matrimonio. Si no lo hace antes de cumplir treinta, las empresas, las propiedades y el dinero que dejó tu madre terminarán en la caridad.

Me detuve en seco. Apreté los labios y sentí cómo una punzada de rabia me subía por la garganta.

—Alberto, mi hijo está en coma —respondí en voz baja, temiendo que decirlo más fuerte lo hiciera más insoportable—. ¿No puedes hacer algo para darme más tiempo?

—No. La cláusula de tu madre fue clara: si Adriano no se casa antes de los treinta, todo pasará a la caridad. Y dejó testigos... testigos que, además, serán beneficiarios si él no se casa. Créeme, están contando los días.

Tragué saliva. Mis dedos temblaban levemente mientras sujetaba el teléfono. Apoyé una mano en la pared más cercana, tratando de que el mundo dejara de girar.

—Maldita sea… ¿qué puedo hacer?

Entonces, como si el universo quisiera empujarme, una joven tropezó conmigo. Nuestros celulares cayeron al suelo.

—Ay… lo siento —dijo con voz agitada, agachándose de inmediato para recoger los teléfonos.

Cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí un vuelco en el corazón.

Eran... eran sus ojos. Los ojos de mi antiguo amigo.

Ella tenía el mismo tono gris, la misma profundidad.

La observé con más atención. Tenía el rostro demacrado, ojeras oscuras, los labios resecos, como si llevara días sin dormir bien.

Aun así, con una humildad que me estrujó el alma, me devolvió el celular, se disculpó una vez más y siguió caminando casi corriendo, hablando por teléfono con alguien al otro lado. Suplicaba. Literalmente. Suplicaba por tiempo.

—Vaya… parece que no soy la única que necesita tiempo —murmuré en voz baja, aún mirando su uniforme arrugado alejarse por el pasillo.

Me llevé el celular al oído.

—Alberto, ¿sigues ahí?

—Sí. Sara, te recomiendo hacer un matrimonio legalizado. Busca a alguien, quizá la novia de tu hijo, y que se casen. Tengo un amigo juez. Puede oficiar la boda sin problemas. Pero debes hacerlo rápido, o no habrá marcha atrás.

Bufé, sin contener la amargura que me carcomía.

—¿La novia de mi hijo? Esa víbora fue la primera que contacté. ¿Sabes lo que me dijo? Que no se haría cargo de estorbos. ¡Así llamó a mi hijo! Un estorbo. Cuando hace años se arrastraba para que Adriano la mirara siquiera.

— Debemos encontrar una solución Sara, estoy abierto a ideas.

—Dices que necesitamos un matrimonio legal… ¿y si consigo a alguien más? ¿Una chica cualquiera?

—¿A qué te refieres?

—¿Y si no es la novia de Adriano? —pregunté, mientras en mi mente, el rostro agotado de aquella muchacha volvía una y otra vez—. ¿Y si es otra persona?

—Bueno, técnicamente… sí. Tengo un amigo juez. Puede oficiar el matrimonio si todo está legalizado. Pero no tardes. Estamos al límite.

Cerré los ojos un instante. Inhalé profundo, sintiendo cómo la presión se acumulaba en mis sienes.

—Está bien. Adiós.

Corté. Me giré hacia la enfermera.

—Señorita… ¿quién era la muchacha que pasó recién?

Ella suspiró con pesar y una expresión de compasión.

—Ella es Dalia. Pobre muchacha. Su padre llegó esta mañana. Tiene cáncer. Avanzado. Si no comienza tratamiento pronto, será fatal.

Un nudo se instaló en mi garganta.

—¿No tiene a nadie más? ¿Familia, hermanos, tíos...?

—No. Son solo ellos dos. Ella trabaja sin descanso, y aun así viene aquí cada día a verlo. A veces la encontramos dormida, tomada de su mano. Él es todo lo que tiene.

—¿Su nombre completo?

—Dalia Zain.

Mis ojos se abrieron ligeramente.

—¿Zain? ¿Y el padre?

—El señor Wilson.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Me puede llevar a verlo?

—Claro, sígame.

Caminamos hasta una de las habitaciones. La enfermera abrió la puerta…

Y ahí estaba.

Era él…. mi Will.

El tiempo le había marcado arrugas en el rostro, y el dolor lo encogía en la cama. Pero era él.

Me llevé la mano al pecho. Por un segundo, me costó respirar.

Mi mirada se fue suavizando con cada paso hacia su cama. Me acerqué. Me quedé mirándolo.

Entonces esa muchacha… era su hija.

Tal vez lo que estaba pensando era cruel. Tal vez desesperado. Mi corazón se llenó de una determinación nueva. Quizás al fin había llegado mi oportunidad.

Podía ayudar a mi hijo y… ayudarlo a él.

Ese día llevé a mi suegra de vuelta a casa. Pero todo el camino pensé en Dalia. En Will. En Adriano.

Entré en la habitación de mi hijo. Su cuerpo enorme dormía conectado a máquinas que lo mantenían con vida. Me acerqué y tomé su mano.

—Eres un Blackstone. Nada puede vencerte mi amor, vuelve…

Al día siguiente volví al hospital, esta vez con un plan.

Cuando llegué vi a Dalia pasar a mi lado como una ráfaga. Corrió hacia la habitación de su padre, y más tarde salió derrumbada, dejando caer su cuerpo contra la pared, como si ya no tuviera fuerzas para mantenerse en pie.

Me acerqué.

—¿Dalia?

Levantó la mirada. Tenía los ojos vidriosos, la piel pálida, el alma hecha pedazos. Era el momento.

* * *

DALIA

Estaba sentada frente a una mujer elegante, vestida como alguien que nunca ha tenido que elegir entre comer o pagar una cuenta.

Sara. Así se presentó.

Estábamos en la cafetería. Ella colocó una carpeta sobre la mesa con gesto preciso y me sonrió como si ya supiera cuál sería mi respuesta.

Yo apenas podía sostenerme. Mis ojos seguían ardiendo por el llanto. Sentía los dedos fríos. Las piernas pesadas.

—Dalia, querida, lo que te vengo a proponer es un trato que nos sirve a las dos —comenzó, cruzando las manos sobre la carpeta—. Seré clara.

Su tono no tenía rodeos.

—Mi hijo está en coma. Es el heredero de una gran fortuna. Pero si no se casa antes de los treinta… lo perdemos todo. Eso será en dos meses.

No quiero cualquier mujer a su lado. Quiero a alguien que sepa lo que es luchar. Que entienda el sacrificio. El dolor. Sepa cuidarlo en su estado y sobre todo no le haga daño mientras yo no estoy mirando. Quiero a alguien como tú.

Mi estómago se contrajo con fuerza. Sentí cómo la sangre abandonaba mis mejillas.

—¿Qué me está pidiendo…? —pregunté en un hilo de voz.

—Un matrimonio por contrato. Tú te casas con mi hijo. Y a cambio… yo pago todo el tratamiento de tu padre. Lo traslado a una clínica privada con los mejores especialistas.

El aire se volvió denso. Apreté los puños sobre las piernas.

— Te pido una oportunidad para beneficiarnos ambas. Tú necesitas un tratamiento. Yo necesito un certificado de matrimonio. Es un trato. Un trato donde ganamos las dos.

La miré. Sus ojos no temblaban. Ella hablaba en serio.

—¿Casarme… con un desconocido?

—Con un hombre en coma —repitió.

Las lágrimas me escocieron en los ojos, pero no cayeron.

Pensé en papá.

En cómo temblaba cada vez que respiraba.

En sus abrazos de siempre, en su risa ronca, en su forma de llamarme “mi niña”.

—No estoy segura de que sea lo correcto. Su hijo… no puede aceptar esto. ¿Y si despierta? ¿Y si se enoja?

—Yo me encargo si eso ocurre. Solo necesito que aceptes. Ambas estamos contra el tiempo. Tómate unos días. Lee el contrato. Aquí tienes mi tarjeta.

Tomé la tarjeta con mano temblorosa y la guardé sin mirar.

Esto era una locura.

Ella se levantó. Su perfume suave quedó flotando en el aire.

—Estudia el contrato. Verás que no hay nada raro. Espero tu respuesta.

Antes de irse, tocó mi mano con suavidad. Su mirada se volvió cálida, casi maternal.

—Tienes los mismos ojos grises de tu padre.

Me congelé.

—¿Conoce a mi papá?

—Eso te lo diré más adelante.

Se fue. Me quedé ahí, sola, con el corazón latiendo como si quisiera salirse de mi pecho.

Caminé hasta la habitación de papá. Lo vi dormir, tan frágil que me dieron ganas de meterme en la cama con él y desaparecer, como cuando era pequeña en días de lluvia.

Entonces sonó el celular. Otra vez.

Mi jefe. Mi corazón se detuvo, se he había hecho tarde nuevamente.

—Voy llegando —contesté mientras salía corriendo.

—No te creo. Esta es la última vez que te lo paso, Dalia.

—Por favor… ya voy. Se lo juro.

Me cortó. Y sentí cómo el alma se me comprimía.

Corrí al borde de las lágrimas. Tomé un taxi gastando mi dinero para el almuerzo.

Y mientras el vehículo avanzaba entre semáforos y bocinas, el contrato dormía en mi mochila.

Como mi última opción si todo empeoraba aún más.

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