La despedida.

DALIA

El viento soplaba frío ese día.

El cielo estaba gris, cubierto por nubes que parecían reflejar mi propio luto.

Las dalias blancas que llevaba en las manos se deshojaban con cada paso que daba, como si también se deshicieran en duelo.

Pero yo no lloraba. Ya no. Sentía que mi cuerpo no tenía más lágrimas que ofrecer, solo un vacío doloroso que me quemaba el pecho.

Sostenía la urna contra el pecho como si fuera un bebé dormido.

Temblaba. No por el frío. Sino por el dolor. Ese que se esconde detrás de la piel, detrás del alma.

Las cenizas de mi padre.

Lo último que quedaba del único hombre que me había amado con todo su corazón.

Mis dedos apretaban la madera de la urna como si pudiera retenerlo. Como si ese calor tibio pudiera evitar que el mundo se terminara de romper.

Sara iba a mi lado, en silencio. Susan, detrás, con los ojos vidriosos.

Cada paso pesaba toneladas.

—Aquí estará bien, amor —dijo Sara con voz cálida, tomándome del brazo con suavidad—. Bajo este árbol, como tú querí
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