Una pesadilla del pasado.

SARA BLACKSTONE

El olor a desinfectante me golpeó apenas entré al hospital. No me gustaban esos lugares, pero William estaba aquí, y eso era lo único que importaba. Caminaba por el pasillo junto a Dalia, que se adelantó con paso ligero hacia la habitación de su padre. Yo, en cambio, me tomé un segundo para respirar hondo. La clínica era blanca, silenciosa, demasiado perfecta. Como si intentara ocultar el hecho de que también era un lugar donde la gente venía a morir.

Suspiré y seguí caminando.

Cuando entré, vi a William recostado en la cama, con una sonrisa apagada que revivió al verme.

—Sara Blackstone… —dijo con esa voz profunda que tantos años conocía—. Llegas tarde.

—Y tú sigues quejándote como un anciano, aunque te ves mejor que muchos de mi edad.

Dalia soltó una risita mientras se sentaba al borde de la cama, tomando la mano de su padre con una ternura que me rompió el alma. Me acerqué, colocando un ramo de dalias frescas sobre la mesa.

—Tus favoritas —le dije mientras lo abrazaba.

—Gracias —asintió con los ojos brillantes. Luego miró a Dalia—. ¿Sabías que yo fuí el cupido para Sara y Alexander?

Ella negó con una sonrisa.

— Solo sabía que iban en la misma preparatoria.

 William me miró con una sonrisa.

—Tu padre es el responsable que yo me haya casado con el amor de mi vida. — Le dije a Dalia con melancolía, no había dia que no extrañara a Alexander.

—¿Sabes? Yo recuerdo que tu mamá me adoraba. Pensaba que yo era tu novio.

—Sí, claro. Mi madre jamás quiso a Alexander por ser “demasiado humilde”, pero a ti te adoraba como si fueras un príncipe.

—Y tenía que ir por ti, dejarte con Sander, luego buscarte, dejarte con tu madre… era como una misión imposible. Sobre todo cuando tenía que esperar 10 minutos para que Sander dejara de besarte, jamás entendí como no te quedabas sin aire.

Dalia soltó una carcajada haciéndonos reir.

—Fuiste un muy buen amigo, Will. Lamenté mucho cuando te fuiste de la ciudad sin despedirte. Queríamos que fueras el padrino de nuestro hijo. Después me enteré que llegaste casado… con esa mujer que nunca te dejó volver a hablarme.

William desvió la mirada, con un gesto de amargura que duró solo un instante.

—No recordemos cosas feas —dijo con media sonrisa—. Dejemos a los muertos en paz, para no invocarlos.

Solté una carcajada baja. Tenía razón. Pero entonces, algo me alertó. Una sensación extraña, un cambio en el aire. Me giré levemente hacia la puerta y vi, a través del reflejo del vidrio, una silueta que no quería volver a ver.

Ofelia.

Mi cuerpo se tensó de inmediato. Me puse de pie.

—Voy por un café —dije.

William asintió, sin notar el cambio en mi voz. Salí de la habitación sin mirar atrás y me dirigí al pasillo, justo a tiempo para interceptarla antes que entrara a la habitación.

Ella venía caminando con ese andar altanero que nunca perdió, los tacones resonando como latigazos en el suelo. La tomé del brazo con firmeza y la arrastré hacia una zona menos transitada. No me importaba si alguien nos veía.

—¿QUE MlERDA HACES AQUÍ? —espeté entre dientes—. ¿No fue suficiente con arruinarles la vida y torturar a Dalia cuando apenas era una niña?

Ella sonrió con ese veneno en la boca que siempre la caracterizó.

—Vaya, vaya… si no es Sara Blackstone. Qué hace una ricachona como tú cuidando a un enfermo. Aaah, claro, lo olvidaba. Will siempre te gustó. ¿No es asi?

Me crucé de brazos, conteniendo el impulso de escupirle en la cara.

—Siempre fuiste tan estúpida. Will era mi mejor amigo, él me ayudaba a estar con Alexander. Pero claro… tú, enamorada de Alexander como una adolescente caprichosa, nunca te diste cuenta y te vengaste con William creyendo que él fue mi primer amor.

Ofelia palideció un poco.

—No sé de qué hablas…

—¿No? —di un paso hacia ella—. Sé que sedujiste a Will pensando que así te vengarías porque “te quité” a Alexander. Pero déjame decirte algo: Alexander siempre sintió asco por ti. Por tu arrogancia. Porque eras una niña malcriada con alma podrida. Will era nuestro mejor amigo. Y tú te embarazaste de él para obligarlo a casarse contigo. Luego le prohibiste hablarme. Le hiciste la vida imposible. Torturaste por años a Dalia. Y no dudo ni por un segundo que esas otras bastardas que tienes no sean hijas de Will. Qué curioso que solo Dalia heredó sus ojos grises.

Su rostro se transformó en una máscara de odio.

—Eso es algo que nunca podrás confirmar. ¿O qué? ¿Quieres decirle a tu amiguito que crió a dos hijas que no eran suyas?

El golpe fue automático.

Un bofetón seco y directo que la tiró al suelo. La sangre le brotó del labio inferior. Se quedó mirándome con los ojos abiertos, descompuesta.

—Te advierto —dije con voz baja y peligrosa— lárgate. Si te vuelvo a ver, me vas a conocer enojada. Y no quieres eso, Ofelia. Te romperé esa cara llena de botox. ¿Recuerdas que Alexander se enamoró de mí al ver como le pegué a su mejor amigo? Se me da bien pelear. Y mucho mejor proteger a quienes amo. Y Dalia ahora es mi familia al igual que Will.

—No me iré. Tengo derecho. Soy la esposa de William, él debe saber la verdad.

Chasqueé los dedos. Dos de mis guardias, que esperaban al final del pasillo, se acercaron al instante.

—Échenla como un perro. Y asegúrense de que jamás vuelva a entrar a esta clínica.

—Sí, señora —dijeron al unísono, sujetándola de ambos brazos mientras ella pataleaba y gritaba cosas sin sentido.

Me arreglé el cabello con calma. Revisé mi reflejo en el vidrio, retocando mi lápiz labial. Luego caminé de regreso a la habitación.

Al entrar, todo era paz.

Dalia estaba acostada en el borde de la cama, abrazando a su padre mientras le leía un libro en voz baja. William acariciaba su cabello, con una ternura tan pura que me hizo doler el pecho.

—No había café —dije con una sonrisa suave, tomando asiento junto a ellos—. Creo que tendré que comprar más adelante.

Dalia alzó la vista y me sonrió. William también lo hizo.

Y por un instante, todo estuvo bien.

Yo no permitiría que nadie volviera a lastimarlos. Nadie.

Ni siquiera una maldita perra que no merece respirar el mismo aire que ellos.

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