Por un error de su padre, Adara es obligada a casarse con el heredero al trono de Abrolia, Stefano. Lo que no imaginó es que la casarían con un retrato y que su esposo sea un maldito. Un ser condenado en cada luna llena a ser transformado en un lobo azul. Fascinada por el enigma que es su bello esposo. Adara sabe que la única forma de librarse de la maldición es descubrir quién lo maldijo, pero en el camino la traición, la magia y los poderosos enemigos intentarán destruir su amor. Una historia de amor, lucha, magia y hombres lobos.
Leer másEl eco de sus pasos resonaba con dureza sobre el mármol del gran pasillo. Adara mantenía la frente erguida, aunque el corazón le golpeaba las costillas con un ritmo ansioso.
Su vestido era sobrio y bordado en pedrería fina, parecía demasiado pesado para un momento que se suponía glorioso en la vida de toda doncella: su boda.
Carecía de corte alguna, solo una escolta de soldados que marchaban a su lado solemne como si la condujeran a un juicio y no a su boda. Y, en cierto modo, así se sentía.
Abrolia estaba atenta a cada paso que ella daba, y las damas de la corte murmuraban viéndola entrar en la capilla solemne.
Adentro, lo más ilustre del reino, con sus mejores galas, la esperaba. El altar aguardaba iluminado por velas altísimas que crepitaban como llamas de sacrificio.
No había rosas, a ella le gustaban mucho y deseó ver manojos de ella adornando su camino. Tampoco había música, ni alegría.
Solo nobles vestidos con telas ostentosas, algunos con la indiferencia pintada en el rostro, otros con desdén mal disimulado.
Su padre estaba serio e indiferente, apartado como el paria que era. Podía sentir las miradas de reproches, no era la novia deseada para el príncipe de Abrolia, era una paria para todos ellos, la hija de un traidor que ahora pagaba con esa boda.
El rey la miraba con solemnidad impenetrable. La reina sonrió, pero aquella sonrisa era más de cortesía que de ternura.
Adara buscó al novio. No lo encontró, se atrevió a preguntar.
—¿Y el novio?
El silencio le respondió y el Cardenal, ante esa pregunta que era válida y a la vez incómoda de responder.
—El novio está indispuesto, celebraremos la boda ante sus eminencias y ante el retrato de nuestro amado príncipe.
Se detuvo un instante en el primer escalón, con la respiración contenida, miró a su padre pidiéndole ayuda y él viró el rostro.
Ante ella había un rectángulo cubierto con un paño bordado en oro, plantado junto al cardenal. Este le ordenó.
—Acércate, criatura —sostenía el libro dorado y considerado por muchos como sagrado.
Adara subió los peldaños con lentitud, cada paso un peso más sobre su pecho, no esperó una boda sin novio, tal vez su alteza no la consideraba digna de su realeza.
Un murmullo incómodo recorrió la sala. El cardenal alzó la barbilla y ella refutó.
—¿Casarme con un retrato? —La incredulidad se escapó de sus labios antes de poder contenerse—, es bastante extraño, señor.
El rey intervino con severidad.
—Con la imagen de mi hijo, que es como si fuera mi hijo.
No había opción. Las palabras cayeron sobre ella como cadenas. El cardenal procedió con la ceremonia.
—Adara de Lotar, fuiste escogida por el sino para desposar al príncipe y futuro heredero de Abrolia, Stefano —sonrió—. Por tu vida y honor, ¿juras solemnemente ser una esposa devota, respetuosa, sumisa y dedicada?
Adara repetía en su mente esas palabras: devota, respetuosa, sumisa y dedicada.
—Yo… Por mi honor y el de Lotar, sí.
El cardenal sonrió complacido y leyó el librito y como si recitara una sentencia con una gracia hiriente.
—Juras solemnemente estar junto a tu esposo y señor Stefano de Abrolia en la salud, enfermedad, en las desventuras y tragedias de la vida e intentarás ser tolerante y abnegada con su majestad. ¿Lo juras?
Adara arrugó el ceño, eso era… Demasiado para ella, pero no tenía otra opción.
—Lo juro.
—Perfecto, perfecto —dijo complacido el Cardenal—. Te declaro esposa y princesa de Abrolia.
Hizo ademán de tocarla con la vara sacerdotal.
—Espere…
Todos murmuraron ante sus palabras. La joven preguntó.
—Él hará lo mismo, ¿verdad?
El rey ofendido por la pregunta exclamó.
—¡Cuánta osadía!
Su esposa tocó su mano y le dijo a la joven.
—Claro que sí.
Entonces tocaron su cabeza con el cetro y la declararon esposa del Príncipe Stefano de Abrolia y descubrieron el retrato que reveló a un joven apuesto, de porte regio, con ojos intensos que parecían vivos pese al lienzo. Un desconocido, convertido en su esposo.
Su padre, testigo de ese evento murmuró.
—He cumplido con resarcir el daño causado.
Todos lo miraron con repudio, ante sus ojos nunca sería parte de ellos, el pecado de alta traición lo perseguiría por siempre y a su descendencia con él.
Ordenaron el toque de las campanas, anunciando así a la nueva princesa del reino.
Cada toquido martillaba en su pecho de forma aterradora. La reina, con una tristeza velada, tomó a Adara del brazo y la condujo fuera del salón.
Ya era de noche y una preciosa luna llena coronaba el cielo, los jardines se iluminaban con su esplendor, percibía el olor de jazmines, algunas violetas y en el fondo rosas, sin duda había de todo.
—Mi hijo te espera con emoción —dijo con voz ensayada.
—¿No habrá banquete nupcial?
—No.
La llevaron a través de jardines cubiertos de flores rojas como gotas de sangre, la luna les daba un toque siniestro.
Al fondo se alzaba una puerta de plata, cerrada con pesados candados. Un soldado los abrió uno por uno.
—Aquí vivirás con tu esposo —anunció la reina.
Adara tragó saliva.
—¿Con él? ¿Ahora?
—Tendrás todo lo necesario —respondió la soberana, esquivando la pregunta.
La oscuridad la recibió, la puerta se cerró tras ella en un sonido pesado. El sonido metálico de los cerrojos resonó en su pecho como una sentencia. Adara se preguntó.
—¿Qué pasa aquí?
Dentro, la penumbra reinaba. Candelabros apagados, cortinas que no dejaban pasar la luz, y un silencio estremecedor.
Encendió unos candelabros y su camino se iluminó. Andaba con cautela, sus manos rozando las paredes frías, era un gesto que hacía de niña, estas paredes tenían extrañas marcas profundas como si algo las hubiera arañado.
De pronto un crujido como si algo se estuviera rompiendo. Un murmullo. Un suspiro que no era suyo.
El corazón de Adara dio un vuelco, no estaba sola.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
Caminó hacia un salón que estaba iluminado en donde en una gran mesa estaba dispuesta con todo tipo de manjares. Era el banquete nupcial, tomó una fresa, las fresas en Abrolia eran las más dulces y jugosas.
El candelabro estaba repleto de velas y daba buena luz, aunque después había otro salón en total oscuridad.
Vuelta otro crujido y un gruñido, caminó con cautela, ¿quién hacía esos sonidos tan raros?, y entonces lo vio.
Al fondo del salón, medio oculto entre sombras, un hombre estaba encadenado a la pared. Su cabello dorado caía sobre un rostro hermoso pero demacrado, y sus ojos… sus ojos brillaban como brasas en la penumbra.
Su voz retumbó, gruesa y tosca.
—Aléjate…
Adara dio un paso, su voz quebrándose entre el temor y desconcierto.
—¿Eres tú… el príncipe? ¿Stefano?
Él levantó la cabeza, y por un instante vio en su semblante la nobleza de un heredero. No entendió la razón de las cadenas.
—¿Qué te hicieron? Soy, soy tu esposa.
—Esposa —rio ante sus palabras.
Un espasmo lo recorrió. Sus manos se crisparon, sus músculos se tensaron y un gruñido gutural emergió de su garganta.
—¡Te dije que te alejaras! —rugió, y su cuerpo comenzó a retorcerse bajo una fuerza invisible.
Los huesos crujieron, su silueta se deformó. El aire se llenó de un hedor metálico, salvaje. Ante sus ojos aterrados, el príncipe se desgarró en una criatura de fauces y garras, mitad hombre, mitad lobo de pelaje azul.
—¡Oh, mi Dios!
Adara retrocedió, echó a correr hasta chocar contra la puerta cerrada, su vestido ahora lo sentía como un ancla pesada.
—Por el Creador, ayuda.
No había forma de huir, recordó los cerrojos, estaba encerrada con esa criatura.
Esta forcejeaba por zafarse de sus cadenas, pero por más que luchaba no podía.
Su corazón latía violentamente y eso parecía inquietar a la criatura. Mala idea corrió atravesando el salón y dio con la bestia, cerca estaba la escalera.
El monstruo la miró, los ojos brillando en un conflicto feroz entre hambre y humanidad.
Era una pésima broma; esa cosa no podía ser su esposo; el sonido de las cadenas al ser forzadas erizaba su piel.
El rugido llenó la sala como un trueno, haciendo temblar las piedras de la torre.
—¡Déjenme salir de aquí! Por favor. Tengo miedo.
Detrás de ella, las garras del monstruo arañaban el suelo de mármol, arrancando trozos del mismo. Solo sería cuestión de minutos para que esa bestia se librara de sus cadenas.
—¡Aléjate! —bramó aquella criatura con una voz deformada, mezcla de humano y fiera.
Adara corrió hacia la escalera lateral, subió los peldaños con el corazón en la garganta.
Escuchó un sonido fuerte. ¡Se había librado! Escuchaba el golpe de las patas contra el suelo, el aliento fiero acercándose, como un animal de caza oliendo a su presa.
Entró en una cámara superior, cerró la puerta de golpe y arrimó un baúl pesado contra ella. Se desplomó, jadeando, con las lágrimas, nublándole la vista.
—¡Ayuda!
¿Ese sería su fin? Encontró un escrito que colgaba del espejo y una llave. Leyó con dificultad.
“En caso de necesitarlo, esta llave abre una jaula especial”.
Tomó la llave que tenía forma de un corazón, lo cual le parecía una ironía. No sabía si era cierto u otra trampa para hacerla caer en las fauces del animal.
Entonces, silencio.
Adara contuvo el aliento. ¿Había logrado detenerlo? El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que la bestia podría escucharlo.
—¡Cálmate, Adara! ¡Cálmate!
Se daba fuerza ella misma, tenía la llave, pero no había una jaula cerca.
Un golpe sacudió la puerta. La madera se astilló. Otro golpe más, y una garra atravesó el tablón. Adara retrocedió hacia la pared, presa del pánico.
Pero en el instante siguiente, la garra se retiró. Escuchó una voz humana.
—No… —la voz era ronca, humana, quebrada—. No te haré daño.
Adara parpadeó confundida. Se arrimó un poco más a la puerta rota y escuchó un gruñido ahogado, seguido de un sonido de cadenas arrastrándose.
—¿Stefano? —susurró.
—Vete… —dijo él, con un hilo de voz, como si luchara contra algo que lo devoraba por dentro—. No puedo… contenerlo…
Adara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era un monstruo sin mente. Un hombre que le rogaba.
Era su esposo.
Era el príncipe.
Era la bestia.
¿Qué sabía de los hombres lobos? Poco, lo que decían y había visto más que toda la crueldad de sus actos, pero sobre su deseo sexual, era un tema desconocido.Decidió empaparse del tema y fue a la biblioteca de la corte en donde buscó entre los libros algo que le diera una luz y encontró unos escritos del monje donde se hablaba del tema.Resulta que ellos entraban en celo una vez al mes y necesitaban aparearse con una hembra.Adara engulló saliva. ¡Ella era una hembra! Entonces esa mirada y esa actitud era la de un hombre en celo.Miró la noche caer y temió quedarse sola junto a él.**Como era de esperarse, Stefano estaba en celo y la cercanía de Adara lo tenía de mal humor. Nunca tuvo una hembra tan cerca, su aroma a vainilla era irresistible.Se cogió su miembro molesto.—¡Ya deja de pensar en su cuerpo!No estaba nada mal de cuerpo, es más, tenía unos pechos atrayentes como dos frutas jugosas.—¡No es cierto!Rugía arrimándose contra la pared. Respiró varias veces, nunca sintió at
Adara dormitaba con la cabeza apoyada en el respaldo del mueble y soñó con Lotar: aquel verano que olía a manzanas maduras, a heno y a promesas.Corría entre los surcos con las amigas, trepaba al manzano más alto y llenaba una canasta de frutos relucientes.La risa de sus amigas era un eco sonoro hasta que el aire cambió —se volvió acerado— y de pronto el campo olía a sangre.Las risas se convirtieron en gritos desgarradores y ella, desde la rama, veía cómo las figuras de los Grises se movían. Luego los cuerpos que caían, las manos que se tensaban en el vacío.Años atrás, cuando contaba con once, creyó por un segundo que la tierra la tragaría; escondida entre el follaje, rezando al sino no ser vista y viendo los campos llenarse de sangre.Los hombres de Lotar llegaron al fin, lanzándose contra los atacantes con antorchas y lanzas. Los Grises retrocedieron y la vida volvió, pero la marca quedó: el temblor de haber sido presa se le clavó en los huesos.El monje Zunen acudió al llamado,
Stefano miraba el cielo azul, la luz del día le hacía tanto bien y su madre le decía animada.—Haré tu comida favorita y Adara podrá ser atendida por las doncellas.—Madre —la detuvo—. No la quiero en mi vida.Driana le dijo preocupada.—Querido, el tiempo pasa y debes buscar una compañera.—Estoy maldito.—Puede ser que el amor te libre de todo eso.Miró a su madre con tristeza y le respondió.—El amor no puede resolverlo todo.—Claro que sí.Entraron al palacio y Timelot lo recibió.—Señor, su padre ordena que apenas se reponga, iniciemos la campaña de cacería.Driana le dijo al soldado.—Está de luna de miel.El joven fue a sus aposentos con un nuevo vigor y al entrar vio a la joven vestida con ropas elegantes. Eso causó molestias.—¿Qué haces aquí?Adara lo miró desconcertada y respondió.—Ellos me trajeron aquí.—Pues no, que te quiero aquí.—Soy tu esposa.—No me importa, vete.Adara se sentó en la cama molesta y le contestó.—¿A dónde iría?—No sé, lejos de aquí, a tu pueblo.—
La reina subió con sus lacayos y atendió las heridas del joven.—Hijo, te ves fatal.—Cada vez me cuesta trabajo contenerme.A forma de consuelo le dijo a su hijo.—Estoy buscando los mejores sabios del mundo para ayudarte.Como si desease cambiar de tema, le dijo con ironía.—¿Una esposa, madre? ¿Es en serio?—Idea de tu padre.—Es hermosa, pero está aterrada y no la culpo. Si pudiera huir de mí, lo haría.Al salir, Driana vio a la joven ya cambiada y le dijo.—Me alegra que estés viva.—¿En serio?—Lo siento, Adara. Nunca esperé que esto sucediera.—¿Qué pasó con él?—Nadie lo sabe, nació con ese mal.—¿Una maldición?—Tal vez el castigo por mi gran amor, tal vez amé demasiado a mi esposo que Dios se sintió celoso.La joven preguntó con temor.—¿Tengo que quedarme aquí?—Lamentablemente, sí. Eres su esposa, ahora.La reina le explicó sobre la jaula de plata y toda la plata que había en el lugar.—Sabemos que eso lo detiene, por eso el lugar está sellado con plata. Puedes meterte en
Se armó de un poco de valor y miró por la hendidura. Lo vio arrodillado, el cuerpo deformado, pero temblando como un niño enfermo, sus garras clavadas en el suelo para no avanzar. Los ojos brillaban, sí, pero no con hambre, sino con dolor.—¿Qué te han hecho? —murmuró Adara, más para sí que para él.Él levantó el rostro hacia ella, con un destello de humanidad atravesando la bestialidad.—Me han condenado a ser lo que más odian. Y ahora… a ti también.Antes de que pudiera responder, un nuevo espasmo lo sacudió. Rugió con violencia y retrocedió hacia la penumbra, golpeándose contra las paredes como si luchara con su propio cuerpo.Adara temblaba. Parte de ella quería huir, destrozar la puerta, lanzarse por una ventana si era necesario. Pero otra parte… otra parte se quedó inmóvil, con el corazón desgarrado por esa súplica humana que había escuchado.La llave en sus manos podía ser la última oportunidad de sobrevivir esa noche y debía encontrar la jaula. Con costes retiró el arcón y se
El eco de sus pasos resonaba con dureza sobre el mármol del gran pasillo. Adara mantenía la frente erguida, aunque el corazón le golpeaba las costillas con un ritmo ansioso.Su vestido era sobrio y bordado en pedrería fina, parecía demasiado pesado para un momento que se suponía glorioso en la vida de toda doncella: su boda.Carecía de corte alguna, solo una escolta de soldados que marchaban a su lado solemne como si la condujeran a un juicio y no a su boda. Y, en cierto modo, así se sentía.Abrolia estaba atenta a cada paso que ella daba, y las damas de la corte murmuraban viéndola entrar en la capilla solemne.Adentro, lo más ilustre del reino, con sus mejores galas, la esperaba. El altar aguardaba iluminado por velas altísimas que crepitaban como llamas de sacrificio.No había rosas, a ella le gustaban mucho y deseó ver manojos de ella adornando su camino. Tampoco había música, ni alegría.Solo nobles vestidos con telas ostentosas, algunos con la indiferencia pintada en el rostro,
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