Capítulo 4 Primeros conflictos

Stefano miraba el cielo azul, la luz del día le hacía tanto bien y su madre le decía animada.

—Haré tu comida favorita y Adara podrá ser atendida por las doncellas.

—Madre —la detuvo—. No la quiero en mi vida.

Driana le dijo preocupada.

—Querido, el tiempo pasa y debes buscar una compañera.

—Estoy maldito.

—Puede ser que el amor te libre de todo eso.

Miró a su madre con tristeza y le respondió.

—El amor no puede resolverlo todo.

—Claro que sí.

Entraron al palacio y Timelot lo recibió.

—Señor, su padre ordena que apenas se reponga, iniciemos la campaña de cacería.

Driana le dijo al soldado.

—Está de luna de miel.

El joven fue a sus aposentos con un nuevo vigor y al entrar vio a la joven vestida con ropas elegantes. Eso causó molestias.

—¿Qué haces aquí?

Adara lo miró desconcertada y respondió.

—Ellos me trajeron aquí.

—Pues no, que te quiero aquí.

—Soy tu esposa.

—No me importa, vete.

Adara se sentó en la cama molesta y le contestó.

—¿A dónde iría?

—No sé, lejos de aquí, a tu pueblo.

—Soy tu esposa.

—Yo no pedí una esposa —dijo rotundo.

—Y yo me casé con un retrato, ¿crees que me gustó aquello?

Stefano dijo con autoridad.

—¡Te repudio! Eres libre.

Ella se plantó frente a él y le señaló el problema.

—La vida de mi padre está en juego, si me voy lo ejecutarán.

—Nadie lo mandó a ser un traidor.

—¿Qué hubieras hecho si los Grises te atacaran?

—Los hubiera enfrentado, de hecho, eso es lo que hago la mayor parte del tiempo y no les doy de comer para sentirme seguro.

—Mi padre hizo lo correcto, como líder cuidó del pueblo.

—Te quiero fuera de aquí, ahora.

Ella se cruzó de brazos y le dijo lo que pensaba.

—Allá eras tan considerado, deseabas cuidar de mí y ahora te sientes el rey del mundo, tanto que puedes despreciarme.

—Lo hago por tu bien.

—Este es mi bien, ser tu esposa.

—Tengo que enfrentar a los grises, librar a mi reino de la amenaza.

—¿Y yo estorbo para eso?

—Al menos a mí, sí.

Adara salió dispuesta a irse y, en medio camino, recordó a su padre y a su pueblo, y sintió temor de perder su vida. Regresó decidida y entró. Stefano estaba asomado en el balcón.

—Querido esposo, no puedo dejarte solo.

La tensión en ambos era latente, cuando Driana entró y les anunció.

—Haremos el banquete de boda, así que pónganse sus mejores galas para ese momento.

La joven lo miró con altivez y él frunció el ceño.

—Querido, tendremos nuestro banquete de bodas.

Stefano hizo una mueca.

**

Esa noche la mesa real rebozaba de delicias y de frutas jugosas. Adara había escuchado sobre los banquetes de los Abrolia y ahora estaba sentada frente a un Stefano que la miraba con enfado.

El rey estaba incómodo con la presencia de la joven y Driana intentaba mediar entre todos.

—¿Te gusta el banquete, Adara?

—Es magnífico, señora.

Stefano comentó.

—Supongo que en Lotar también los hacían.

La joven comentó.

—Lotar es un pueblo pequeño, señor esposo, estamos cercanos a las tierras nevadas, las diversiones son distintas.

—Como las traiciones —musitó Eleazar.

—Mi padre se equivocó…

Eleazar le preguntó con ironía.

—¿Y eso lo redime de su mal?

—Cada uno tiene el mal que debe.

Eleazar vio en sus palabras una provocación.

—¿Qué quiere decir la señora?

Stefano intervino en ese momento.

—La señora está cansada de las emociones vividas, debería ir a recostarse.

Ella entendió y asintió. Se disculpó y se retiró a sus aposentos con una profunda tristeza en su alma. Si esos ataques le esperaban de parte de su esposo y suegro, su vida sería miserable.

Adara permaneció recostada, las manos cruzadas sobre el pecho, esperando que la sombra de la puerta se tornara en la silueta de su “esposo”.

Cuando Stefano entró lo vio de inmediato: la mandíbula apretada, la mirada como acero bruñido.

—Creí que llegarías más tarde —dijo ella, intentando que la voz no traicionara lo que le latía en el estómago.

Él la miró con esa soberbia que no necesitaba palabras. Apenas asintió.

—Necesito reposo.

—Podrías descansar allí —señaló ella hacia un mueble largo y tapizado, ofreciendo normalidad como quien tiende una tregua.

Stefano la miró un segundo, y en ese segundo decidió por ambos. Con un movimiento seco la tomó de la cintura, la alzó sin esfuerzo y la dejó caer sobre el mueble. No la colocó con cuidado; la reclamó.

—¿Qué haces? —gritó Adara, más por sorpresa que por dolor.

—Reclamo mi cama —contestó él, con voz cavernosa—. Conquisto lo que es mío.

Ella se incorporó con un resoplido; sus dedos apretaron el borde del cojín hasta que las falanges dolieron. Respiró hondo, buscando una pizca de normalidad entre la brutalidad.

Se dejó caer finalmente en el otro extremo del mueble y miró el techo, siguiendo con la vista un candelabro dorado que colgaba como una corona marchita.

Todo allí olía a incienso y a oro; todo recordaba a un poder que la había usado como pieza.

Pensó en Lotar: correr en los campos, los días de río y arco, las risas furtivas entre amigas.

Recordó aquellos libros que había leído en secreto —los volúmenes del monje Zunen— y por un instante una sonrisa leve se dibujó en sus labios.

Stefano la observó sonreír e hizo una mueca.

—¿De qué te ríes? —preguntó en voz baja.

—De recuerdos —contestó ella—. De cuando la vida era menos… solemne.

—¿Novios? —musitó él, intentando apuñalar la burla con ironía.

—Nunca tuve novio —dijo—. Mi padre no lo permitió. Leía, eso sí. El monje Zunen escribe historias… tontas y bonitas.

Stefano cerró los ojos un instante y fingió dormitar. Ella puso los ojos en blanco. Su actitud le parecía a veces como la de un crío caprichoso.

A la mañana siguiente lo despertaron los pasos de él: zetas de hierro en el suelo y la respiración contenida de un hombre que se prepara.

—¿A dónde vas? —preguntó Adara, arqueando una ceja.

—A practicar —contestó Stefano—. Debo estar listo.

—¿Y yo? —replicó ella.

—Empaca —dijo, sin mirarla—. Vete a Lotar. Es lo mejor.

La orden cayó sobre ella como una condena. No quería bajar al comedor y encontrarse con las miradas afiladas del rey, así que fue la reina quien la encontró primero, con esa cortesía que parecía tristeza.

—Querida, ¿cómo estás? —preguntó la reina, tocándole la mano con delicadeza.

—Podría estar mejor —respondió Adara con honestidad—. Tu hijo quiere que me vaya.

—Ya —dijo la reina—. Pero si te quedas, la biblioteca estará abierta. A ti te gustan esos libros, ¿verdad?

La promesa de libros fue un faro y la llevó directo a la biblioteca. Entre estanterías polvorientas, Adara casi se emocionó hasta llorar: volúmenes de Zunen, tratados espirituales, novelas de amor, cuadernos con caligrafía templada.

Tomó uno al azar y leyó el título en voz baja: La maldición de los Abrolia.

Un ruido seco la sobresaltó: fuera, Stefano golpeaba a un soldado en el patio, la voz ordenando.

—¡Necesito que estén listos! —rugió desde lejos—. Si un Gris se planta frente a ustedes, que sepan que morirán de pie.

Adara volvió al salón y observó cómo lo trataban los suyos: respeto con miedo, lealtad con algo de pavor. Era un líder, un guerrero —el lobo de pelaje azul que la noche reclamaba. Y a la vez, su esposo.

La cena fue tensa. Cuando Stefano se levantó, su voz con crueldad.

—Padre —dijo—, quiero anular este matrimonio.

Eleazar, con esa paciencia tan vieja que había aprendido a fingir, negó con parsimonia.

—Si deseas el trono, tendrás una esposa a tu lado —sentenció.

Stefano se irguió. Se retiró sin más y Adara lo siguió, impulsada por algo que ya no sabía nombrar.

—¿Quieres condenarme a la muerte? —dijo ella, a quemarropa.

Él se detuvo y, por un segundo, la furia mostró la rendija de su miedo.

—Quiero salvar tu vida —murmuró—. Mi vida está maldita.

—Tal vez podamos encontrar la cura juntos —ofreció ella.

Él sonrió, entonces, una sonrisa corta, nada cálida.

—No hay cura —dijo—. Ni médicos ni brujos la han hallado.

—Soy de Lotar y soy lista —replicó Adara, desafiante—. Aprendí con el monje algo de medicina rudimentaria. Si lo intento, ¿me respetarás?

Su voz la traicionaba en esperanza.

—Si lo logras, seré tu esclavo —contestó él sin pensarlo.

—Entonces prepárate, lobito —dijo ella con descaro—. Prepárate para ser mi perro.

Stefano enrojeció, pero no por la burla; por algo más primitivo. Dio un paso, la agarró por la cintura con una fuerza que era a la vez dominio y advertencia.

Adara se sobresaltó; el miedo se mezcló con una electricidad que la dejó sin aliento.

—Si me vuelves a desafiar —murmuró él al oído, la voz baja como una amenaza—, te haré desear caer desde la torre.

Ella lo miró a los ojos y, por primera vez, sintió que el hombre y la bestia respiraban muy cerca. El poder que emanaba de él le hacía hervir la sangre.

Se soltó entonces, con un gesto que fue tanto cólera como resistencia, y cayó al suelo. Stefano se apartó y se recostó, dejándola sola con su orgullo herido.

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