La Doncella y la maldició del Lobo Azul
La Doncella y la maldició del Lobo Azul
Por: Veraida Antonia
Capítulo 1. La esposa del retrato

El eco de sus pasos resonaba con dureza sobre el mármol del gran pasillo. Adara mantenía la frente erguida, aunque el corazón le golpeaba las costillas con un ritmo ansioso.

Su vestido era sobrio y bordado en pedrería fina, parecía demasiado pesado para un momento que se suponía glorioso en la vida de toda doncella: su boda.

Carecía de corte alguna, solo una escolta de soldados que marchaban a su lado solemne como si la condujeran a un juicio y no a su boda. Y, en cierto modo, así se sentía.

Abrolia estaba atenta a cada paso que ella daba, y las damas de la corte murmuraban viéndola entrar en la capilla solemne.

Adentro, lo más ilustre del reino, con sus mejores galas, la esperaba. El altar aguardaba iluminado por velas altísimas que crepitaban como llamas de sacrificio.

No había rosas, a ella le gustaban mucho y deseó ver manojos de ella adornando su camino. Tampoco había música, ni alegría.

Solo nobles vestidos con telas ostentosas, algunos con la indiferencia pintada en el rostro, otros con desdén mal disimulado.

Su padre estaba serio e indiferente, apartado como el paria que era. Podía sentir las miradas de reproches, no era la novia deseada para el príncipe de Abrolia, era una paria para todos ellos, la hija de un traidor que ahora pagaba con esa boda.

El rey la miraba con solemnidad impenetrable. La reina sonrió, pero aquella sonrisa era más de cortesía que de ternura.

Adara buscó al novio. No lo encontró, se atrevió a preguntar.

—¿Y el novio?

El silencio le respondió y el Cardenal, ante esa pregunta que era válida y a la vez incómoda de responder.

—El novio está indispuesto, celebraremos la boda ante sus eminencias y ante el retrato de nuestro amado príncipe.

Se detuvo un instante en el primer escalón, con la respiración contenida, miró a su padre pidiéndole ayuda y él viró el rostro.

Ante ella había un rectángulo cubierto con un paño bordado en oro, plantado junto al cardenal. Este le ordenó.

—Acércate, criatura —sostenía el libro dorado y considerado por muchos como sagrado.

Adara subió los peldaños con lentitud, cada paso un peso más sobre su pecho, no esperó una boda sin novio, tal vez su alteza no la consideraba digna de su realeza.

Un murmullo incómodo recorrió la sala. El cardenal alzó la barbilla y ella refutó.

—¿Casarme con un retrato? —La incredulidad se escapó de sus labios antes de poder contenerse—, es bastante extraño, señor.

El rey intervino con severidad.

—Con la imagen de mi hijo, que es como si fuera mi hijo.

No había opción. Las palabras cayeron sobre ella como cadenas. El cardenal procedió con la ceremonia.

—Adara de Lotar, fuiste escogida por el sino para desposar al príncipe y futuro heredero de Abrolia, Stefano —sonrió—. Por tu vida y honor, ¿juras solemnemente ser una esposa devota, respetuosa, sumisa y dedicada?

Adara repetía en su mente esas palabras: devota, respetuosa, sumisa y dedicada.

—Yo… Por mi honor y el de Lotar, sí.

El cardenal sonrió complacido y leyó el librito y como si recitara una sentencia con una gracia hiriente.

—Juras solemnemente estar junto a tu esposo y señor Stefano de Abrolia en la salud, enfermedad, en las desventuras y tragedias de la vida e intentarás ser tolerante y abnegada con su majestad. ¿Lo juras?

Adara arrugó el ceño, eso era… Demasiado para ella, pero no tenía otra opción.

—Lo juro.

—Perfecto, perfecto —dijo complacido el Cardenal—. Te declaro esposa y princesa de Abrolia.

Hizo ademán de tocarla con la vara sacerdotal.

—Espere…

Todos murmuraron ante sus palabras. La joven preguntó.

—Él hará lo mismo, ¿verdad?

El rey ofendido por la pregunta exclamó.

—¡Cuánta osadía!

Su esposa tocó su mano y le dijo a la joven.

—Claro que sí.

Entonces tocaron su cabeza con el cetro y la declararon esposa del Príncipe Stefano de Abrolia y descubrieron el retrato que reveló a un joven apuesto, de porte regio, con ojos intensos que parecían vivos pese al lienzo. Un desconocido, convertido en su esposo.

Su padre, testigo de ese evento murmuró.

—He cumplido con resarcir el daño causado.

Todos lo miraron con repudio, ante sus ojos nunca sería parte de ellos, el pecado de alta traición lo perseguiría por siempre y a su descendencia con él.

Ordenaron el toque de las campanas, anunciando así a la nueva princesa del reino.

Cada toquido martillaba en su pecho de forma aterradora. La reina, con una tristeza velada, tomó a Adara del brazo y la condujo fuera del salón.

Ya era de noche y una preciosa luna llena coronaba el cielo, los jardines se iluminaban con su esplendor, percibía el olor de jazmines, algunas violetas y en el fondo rosas, sin duda había de todo.

—Mi hijo te espera con emoción —dijo con voz ensayada.

—¿No habrá banquete nupcial?

—No.

La llevaron a través de jardines cubiertos de flores rojas como gotas de sangre, la luna les daba un toque siniestro.

Al fondo se alzaba una puerta de plata, cerrada con pesados candados. Un soldado los abrió uno por uno.

—Aquí vivirás con tu esposo —anunció la reina.

Adara tragó saliva.

—¿Con él? ¿Ahora?

—Tendrás todo lo necesario —respondió la soberana, esquivando la pregunta.

La oscuridad la recibió, la puerta se cerró tras ella en un sonido pesado. El sonido metálico de los cerrojos resonó en su pecho como una sentencia. Adara se preguntó.

—¿Qué pasa aquí?

Dentro, la penumbra reinaba. Candelabros apagados, cortinas que no dejaban pasar la luz, y un silencio estremecedor.

Encendió unos candelabros y su camino se iluminó. Andaba con cautela, sus manos rozando las paredes frías, era un gesto que hacía de niña, estas paredes tenían extrañas marcas profundas como si algo las hubiera arañado.

De pronto un crujido como si algo se estuviera rompiendo. Un murmullo. Un suspiro que no era suyo.

El corazón de Adara dio un vuelco, no estaba sola.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

Caminó hacia un salón que estaba iluminado en donde en una gran mesa estaba dispuesta con todo tipo de manjares. Era el banquete nupcial, tomó una fresa, las fresas en Abrolia eran las más dulces y jugosas.

El candelabro estaba repleto de velas y daba buena luz, aunque después había otro salón en total oscuridad.

Vuelta otro crujido y un gruñido, caminó con cautela, ¿quién hacía esos sonidos tan raros?, y entonces lo vio.

Al fondo del salón, medio oculto entre sombras, un hombre estaba encadenado a la pared. Su cabello dorado caía sobre un rostro hermoso pero demacrado, y sus ojos… sus ojos brillaban como brasas en la penumbra.

Su voz retumbó, gruesa y tosca.

—Aléjate…

Adara dio un paso, su voz quebrándose entre el temor y desconcierto.

—¿Eres tú… el príncipe? ¿Stefano?

Él levantó la cabeza, y por un instante vio en su semblante la nobleza de un heredero. No entendió la razón de las cadenas.

—¿Qué te hicieron? Soy, soy tu esposa.

—Esposa —rio ante sus palabras.

Un espasmo lo recorrió. Sus manos se crisparon, sus músculos se tensaron y un gruñido gutural emergió de su garganta.

—¡Te dije que te alejaras! —rugió, y su cuerpo comenzó a retorcerse bajo una fuerza invisible.

Los huesos crujieron, su silueta se deformó. El aire se llenó de un hedor metálico, salvaje. Ante sus ojos aterrados, el príncipe se desgarró en una criatura de fauces y garras, mitad hombre, mitad lobo de pelaje azul.

—¡Oh, mi Dios!

Adara retrocedió, echó a correr hasta chocar contra la puerta cerrada, su vestido ahora lo sentía como un ancla pesada.

—Por el Creador, ayuda.

No había forma de huir, recordó los cerrojos, estaba encerrada con esa criatura.

Esta forcejeaba por zafarse de sus cadenas, pero por más que luchaba no podía.

Su corazón latía violentamente y eso parecía inquietar a la criatura. Mala idea corrió atravesando el salón y dio con la bestia, cerca estaba la escalera.

El monstruo la miró, los ojos brillando en un conflicto feroz entre hambre y humanidad.

Era una pésima broma; esa cosa no podía ser su esposo; el sonido de las cadenas al ser forzadas erizaba su piel.

El rugido llenó la sala como un trueno, haciendo temblar las piedras de la torre.

—¡Déjenme salir de aquí! Por favor. Tengo miedo.

Detrás de ella, las garras del monstruo arañaban el suelo de mármol, arrancando trozos del mismo. Solo sería cuestión de minutos para que esa bestia se librara de sus cadenas.

—¡Aléjate! —bramó aquella criatura con una voz deformada, mezcla de humano y fiera.

Adara corrió hacia la escalera lateral, subió los peldaños con el corazón en la garganta.

Escuchó un sonido fuerte. ¡Se había librado! Escuchaba el golpe de las patas contra el suelo, el aliento fiero acercándose, como un animal de caza oliendo a su presa.

Entró en una cámara superior, cerró la puerta de golpe y arrimó un baúl pesado contra ella. Se desplomó, jadeando, con las lágrimas, nublándole la vista.

—¡Ayuda!

¿Ese sería su fin? Encontró un escrito que colgaba del espejo y una llave. Leyó con dificultad.

“En caso de necesitarlo, esta llave abre una jaula especial”.

Tomó la llave que tenía forma de un corazón, lo cual le parecía una ironía. No sabía si era cierto u otra trampa para hacerla caer en las fauces del animal.

Entonces, silencio.

Adara contuvo el aliento. ¿Había logrado detenerlo? El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que la bestia podría escucharlo.

—¡Cálmate, Adara! ¡Cálmate!

Se daba fuerza ella misma, tenía la llave, pero no había una jaula cerca.

Un golpe sacudió la puerta. La madera se astilló. Otro golpe más, y una garra atravesó el tablón. Adara retrocedió hacia la pared, presa del pánico.

Pero en el instante siguiente, la garra se retiró. Escuchó una voz humana.

—No… —la voz era ronca, humana, quebrada—. No te haré daño.

Adara parpadeó confundida. Se arrimó un poco más a la puerta rota y escuchó un gruñido ahogado, seguido de un sonido de cadenas arrastrándose.

—¿Stefano? —susurró.

—Vete… —dijo él, con un hilo de voz, como si luchara contra algo que lo devoraba por dentro—. No puedo… contenerlo…

Adara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era un monstruo sin mente. Un hombre que le rogaba.

Era su esposo.

Era el príncipe.

Era la bestia.

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