Capítulo 5 El recado es enviado

Adara dormitaba con la cabeza apoyada en el respaldo del mueble y soñó con Lotar: aquel verano que olía a manzanas maduras, a heno y a promesas.

Corría entre los surcos con las amigas, trepaba al manzano más alto y llenaba una canasta de frutos relucientes.

La risa de sus amigas era un eco sonoro hasta que el aire cambió —se volvió acerado— y de pronto el campo olía a sangre.

Las risas se convirtieron en gritos desgarradores y ella, desde la rama, veía cómo las figuras de los Grises se movían. Luego los cuerpos que caían, las manos que se tensaban en el vacío.

Años atrás, cuando contaba con once, creyó por un segundo que la tierra la tragaría; escondida entre el follaje, rezando al sino no ser vista y viendo los campos llenarse de sangre.

Los hombres de Lotar llegaron al fin, lanzándose contra los atacantes con antorchas y lanzas. Los Grises retrocedieron y la vida volvió, pero la marca quedó: el temblor de haber sido presa se le clavó en los huesos.

El monje Zunen acudió al llamado, dispuesto a brindar sus conocimientos.

Su extraña presencia y el tintinear de sus talismanes que colgaban de su cuello como una armadura. Su calva brillosa y su andar sereno contrastaban con la desolación que se vivía: mujeres llorando por sus hijas perdidas; las que se salvaron por el susto vivido y otras por las heridas recibidas.

La noche estaba cayendo y con ello la luna llena, los aldeanos se prepararon para cualquier ataque.

El monje se acercó a una de sus amigas heridas y en un rápido movimiento clavó una estaca de plata en su herida.

El grito que dio fue una aterradora mezcla entre hombre y bestia; a lo lejos, los aullidos parecían estar haciendo un llamado, ¿llamando a quién?

Su amiga se retorció, entre el llamado y el dolor. Una parte de ella quería irse y la otra luchaba por quedarse. De su herida emanó humo y luego se desmayó.

El monje, con voz áspera, anunció.

—Está curada.

¿Estaba infectada? ¿Ella iba a ser un Gris? Fueron sus preguntas y en ese momento… La visión se disolvió, la noche de la torre la devolvió a la cruda realidad.

Adara abrió los ojos con la respiración acelerada. Un sonido de botas sobre el mármol la sobresaltó.

Stefano apareció en el dintel, listo para iniciar su jornada.

—Buenos días.

—Buenos días, voy a patrullar.

—¿Tan pronto? —preguntó ella, señalando la oscuridad más allá del balcón.

—Es mi hora —contestó—. Y cuando vuelva no quisiera encontrarte en la torre.

La frase fue casi una orden. Adara permaneció tendida unos instantes, la idea del Monje Zunen revoloteando en su mente.

Si había alguien que supiera de males y sellos, era él. Si había una esperanza, podría estar en esa cueva junto a Lotar.

Al clarear el día, fue a la biblioteca. Las criadas cuchicheaban como ratas en los estantes; su desprecio fue un frío más que tuvo que esquivar.

Una empujó su escoba y un resto de paja quedó sobre su bota. Adara la sacudió con la indiferencia como si fuera un gesto de rutina y avanzó hasta los anaqueles.

Tomó un volumen al azar y leyó en la portada: La maldición de los Abrolia. La palabra maldición picó su curiosidad.

Necesitaba un mensajero confiable. No existían telegramas ni palomas en la casa real; existían jinetes, escuderos con lealtades y gargantas que vendían silencios.

Metió la carta entre su corsé, palabras breves, claras, y la apretó contra el corazón:

Monje Zunen

Adara de Lotar solicita vuestra ayuda. Nuestro príncipe está maldito. Venid a Abrolia si tenéis compasión.

Mientras tanto, el portón se abrió con la llegada de la comitiva. Stefano entró herido.

—¡Santo cielo! —murmuró, corriendo hacia él—. ¿Qué te ha pasado?

—Heridas de batalla —dijo él con brusquedad—. Nada que una venda no arregle.

Timelot, su capitán, se adelantó con la voz áspera.

—Un Gris errante nos emboscó. Era singularmente fuerte, su furia no se parecía a la de la manada. Solo Stefano pudo detenerlo.

Ella se sentó a su lado y, sin pedir permiso, tomó la mano del príncipe. Él abrió los ojos y preguntó.

—¿Qué haces aquí?

—Soy tu esposa —contestó ella, con la calma de quien ha decidido.

—Nunca serás mi esposa.

—Entonces dime qué espera de mí —replicó Adara.

—¡Que te vayas! ¡Que me olvides!

Stefano se incorporó con esfuerzo.

—Mi vida está maldita —murmuró—. No hay cura.

—Tal vez sí exista —respondió ella—. Y si la busco, ¿me respetarás?

Sus palabras brotaron del pecho con la misma firmeza con la que había escrito la misiva.

Él la miró fijamente, era linda, pero ingenua y le dijo.

—Si la encuentras, seré tu esclavo.

—Entonces prepárate, lobito. Seré la peor de las maestras.

Buscó a Timelot y le habló con una calma que la sorprendió a ella misma.

—Necesito un mensajero para que lleve una carta a Lotar. Es importante.

Miró a Stefano y luego al rostro decidido de Adara. Finalmente, asintió con la mueca de quien asume un riesgo.

—Lo haré, señora. Pero no será seguro.

Adara sintió un alivio que era mitad miedo, mitad esperanza. Mientras Timelot preparaba su corcel para partir, un aullido lejano atravesó la llanura: la luna se estaba preparando.

**

Eleazar miraba desde el balcón con pesar lo sucedido. Nadie entendía su frustración como padre, y su esposa, bella y majestuosa, se puso junto a él.

—Stefano se recupera.

—Pronto caerá la luna llena y volverá el penoso ciclo.

—Tengo fe de que el amor lo cambie todo.

Eleazar rio con amargura, antes pensaba que el amor lo podía todo, incluso cambiar los destinos y se entregó a él, un grave error, pues su amor fue maldito.

Con amargura preguntó.

—¿Quién pecó? ¿Tú o yo?

Driana cerró sus ojos y le respondió.

—Nunca pequé contra ti.

—Entonces soy yo el maldito y mi cimiente está condenada por siempre.

Lágrimas ardientes surcaron por su rostro, el dolor de las palabras de su amado era como puñales en su corazón.

**

Ella no se iba y su actitud hacía que la sangre de Stefano hirviera más. Se acercaba la luna llena y con ella el pesar de otra transformación.

Los Grises rondaban Abrolia, tenía que estar listo, se levantó con la firme decisión de defender a su pueblo.

Adara lo encontró vistiéndose a toda prisa. La venda en su pecho aún estaba fresca, pero él la ignoraba.

—Stefano, ¿qué haces? —preguntó, acercándose.

—Voy a patrullar.

—No puedes, tus heridas están frescas.

—Puedo cuidarme solo.

Ella dio un paso más cerca, obstinada.

—Nadie es tan fuerte como cree. Necesitas descansar… Estimarte un poco.

Él se giró bruscamente hacia ella. La distancia entre ambos se redujo. El calor que emanaba de su cuerpo era sofocante, distinto, casi salvaje.

Adara contuvo la respiración.

—¿Sabes lo que me haría sentir mejor? —murmuró con voz baja.

Ella lo miró a los ojos, expectante, como si aguardara una verdad profunda. Con miedo preguntó.

—¿Qué? —susurró.

Su mano, inesperadamente, rozó su mejilla. El contacto fue tan suave que le erizó la piel y con la voz en un susurro dijo.

—Que te vayas de mi vida. Vete, Adara.

Ella parpadeó, incapaz de comprender. Pero en sus ojos vio algo distinto: un destello dorado, la bestia estaba en él. No era solo furia… había deseo, puro e indómito.

Se apartó con brusquedad, como si ella quemara. Sacudió la cabeza, sus ojos recuperaron la normalidad.

—Me voy.

Adara quedó paralizada, los labios entreabiertos, sintiendo todavía el calor de su caricia. Por un segundo había creído que iba a besarla.

Sus piernas temblaban; se dejó caer en la cama, jadeando en silencio. Nunca nadie la había mirado así: con hambre, con furia, con pasión contenida.

Stefano salió de la torre y en la soledad del pasillo golpeó la piedra con el puño.

Su aroma… Su piel… Su calor.

El deseo lo atravesaba como un hierro candente. Su cuerpo rugía, clamando por ella, y eso lo aterraba más que cualquier enemigo.

—¡Maldita sea! —gruñó, clavando las uñas en la pared.

No podía permitirse perder el control. No con ella. No con nadie.

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