Mundo ficciónIniciar sesiónDurante siglos, vampiros y lobos han derramado sangre bajo la misma luna, unidos solo por el odio y la promesa de exterminarse mutuamente. Entre ambos clanes circula un antiguo presagio: cuando la luna se tiña de carmesí, nacerá un ser de dos sangres destinado a decidir el final de la guerra. Ella nunca pidió cargar con ese destino. Mitad vampiro, mitad loba, marcada como una abominación por unos y como una amenaza por otros, su mera existencia desata el miedo y la ambición. Pero la profecía no solo habla de destrucción, también de esperanza… y de un poder que podría salvar o condenar a ambos mundos. Mientras los clanes conspiran y las pasiones prohibidas arden en la oscuridad, la híbrida deberá descubrir quién es realmente y a qué precio cumplirá su destino: ¿será la unión de la sangre enemiga… o la chispa que encenderá la última guerra?
Leer másLa noche había caído sobre el bosque como un manto de sombras y fuego. La luna, enorme y teñida de rojo carmesí, parecía sangrar en el cielo, como si presintiera la tragedia que estaba por desatarse. El viento silbaba entre los árboles, cargado con un olor metálico, presagio de muerte.
Dentro de una cabaña oculta entre raíces y ramas, una mujer loba gemía de dolor. Sus uñas arañaban la madera del camastro mientras los espasmos del parto la desgarraban por dentro. El sudor le cubría la frente, y sus cabellos oscuros se pegaban a su piel. Su respiración era entrecortada, rota por jadeos, y sus ojos brillaban con lágrimas que no eran solo de dolor, sino de miedo.
—Resiste… —le dijo la partera, arrodillada junto a ella, con las manos temblorosas manchadas de sangre—. Por tu hija, debes resistir.
La madre, apretando los dientes, pensó en él. En el hombre que había amado contra toda ley, contra toda tradición. El vampiro que la había mirado con ojos de eternidad y que, por primera vez en su vida, la había hecho sentir algo más que el instinto salvaje de su manada. Él le había prometido protección, un futuro juntos, y aunque ambos sabían que su amor era imposible, lo habían desafiado todo.
“Una vida corta contigo vale más que una eternidad sin ti”, le había dicho él. Y ahora ese recuerdo era el único refugio de su corazón desgarrado.
Un grito salió de su garganta, profundo, animal, y en medio de la tensión de la noche, un nuevo sonido surgió.
La criatura abrió los ojos, rojos como la sangre bajo la luz de la luna. Un brillo extraño, mezcla de dos mundos, habitaba en ellos. Era un alma inocente… y al mismo tiempo, un presagio viviente.
Pero ese llanto no solo fue escuchado por la madre y la partera.
A kilómetros de distancia, en lo alto de una colina, el Rey Lobo levantó la cabeza. Sus sentidos agudos reconocieron aquel sonido que atravesaba la noche. No era un llanto cualquiera. Algo dentro de su pecho se agitó, un rugido interior que lo estremeció.
—No… —gruñó entre dientes, sus ojos dorados encendidos de furia—. ¡No puede ser!
Sus guerreros lo miraron, confundidos, pero al ver el fuego en su mirada entendieron que la caza había comenzado.
El estruendo de aullidos resonó cuando la manada se lanzó a la carrera. Las hojas crujían, los troncos se estremecían. El Rey avanzaba con la seguridad del depredador supremo, con una furia oscura alimentando cada paso.
Dentro de la cabaña, la madre también lo había sentido. El vínculo entre lobos nunca mentía, y ella sabía que su hija había sido marcada. Con desesperación tomó la mano de la partera y colocó en ella el pequeño cuerpo envuelto.
—Pero… —la partera dudó, temblando.
—¡Prométemelo! —gritó la madre, con la fuerza que aún le quedaba.
La partera asintió, con lágrimas cayendo por sus mejillas, y salió por la puerta trasera, perdiéndose entre la maleza, mientras el sonido de pasos y gruñidos se acercaba.
Un golpe brutal derribó la entrada principal. La puerta estalló en astillas, y el Rey Lobo entró con la imponencia de una bestia divina. Su silueta llenaba la cabaña como una sombra maldita. Sus ojos brillaban con rabia, y en su mano sostenía algo que lanzó al suelo con desprecio.
La mujer vio el objeto rodar por la madera. Su corazón se detuvo. Era la cabeza de su amado. El vampiro.
—¡No! ¡Nooo!
El Rey Lobo la miró con fría crueldad.
La loba temblaba, sus lágrimas manchaban su rostro, pero sus ojos destellaban odio.
El Rey mostró una sonrisa sombría, disfrutando de su resistencia.
Ella escupió sangre, alzando la voz una última vez.
Un rugido llenó la cabaña cuando el Rey Lobo dio un paso al frente. Con un movimiento rápido y feroz, hundió su mano en el pecho de la mujer. La carne se desgarró, la sangre brotó en un chorro ardiente, y en su puño emergió un corazón aún palpitante.
El grito de la loba se apagó en el aire, y su cuerpo cayó inerte sobre el suelo. El Rey contempló el corazón con frialdad antes de soltarlo, dejándolo caer sobre las tablas manchadas de sangre.
El silencio volvió a la cabaña. Solo quedaba el eco del llanto lejano, perdido en el bosque.
El Rey cerró los ojos por un instante, escuchando el llamado que aún latía en lo profundo de su ser. Esa criatura híbrida, esa aberración, esa niña… era su pareja destinada.
La luna carmesí brillaba con furia en el cielo, testigo de que la profecía acababa de despertar
La noche aún no había terminado de asentarse cuando las lámparas de aceite del ala norte de la biblioteca subterránea fueron encendidas una tras otra, como si un corredor de ojos amarillos despertara en la piedra. El aire estaba impregnado de hollín frío, de polvo antiguo, y de algo más: una expectativa hendida, casi mineral, como si las paredes mismas aguardaran el regreso de un nombre arrancado.Thallyla bajó los peldaños primero, con los dedos crispados sobre una carpeta de notas; su respiración era un hilo controlado, disciplinado, pero la rigidez de su cuello delataba el hervor interno. Noctara descendió detrás, sin tocar un solo hierro que pudiera delatar su peso; sus pasos eran como un eco decidido a no existir.No hablaron al llegar al rellano inferior. No hacía falta. El objeto de esa bajada era uno: cartografiar una vía de regreso para un alma cercenada. Y hacerlo a espaldas del Palacio entero, a espaldas del propio destino.Thallyla encendió la primera vela del atril. El or
El silencio del amanecer pesaba como una sentencia.Tras la tormenta de luz, el palacio había quedado inmóvil, cubierto por un polvo plateado que se adhería a cada superficie, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse en reverencia a lo ocurrido.Noctara se mantenía de pie en el umbral de la torre, la mirada fija en el cuerpo inerte de Rhaziel.El sello ya se había desvanecido, pero el aire aún vibraba con su eco.A su alrededor, los símbolos grabados en el suelo seguían desprendiendo un leve resplandor, apenas perceptible, como si el sacrificio del rey no hubiese sido completo.Thallila llegó poco después, vestida con el manto de los sabios del oráculo. Su rostro estaba pálido, sus ojos enrojecidos de tanto llorar.Se arrodilló junto al cuerpo y colocó una mano sobre el pecho del rey.Nada.Ni un latido.Pero bajo sus dedos percibió algo distinto: un susurro leve, un pulso espiritual.—No está muerto —dijo de pronto, con voz quebrada.Noctara giró la cabeza lentamente. —Eso
El amanecer llegó sin color.El cielo, cubierto de nubes, tenía un tono gris enfermizo que anunciaba tormenta.En el horizonte, la luna aún no había desaparecido; se mantenía suspendida entre la noche y el día, partida en dos como si un filo invisible la hubiera rasgado.Era un presagio.El mundo se dividía junto con ella.Rhaziel lo sintió antes de abrir los ojos.Una presión en el pecho, un murmullo que no pertenecía al viento.Se incorporó bruscamente. La habitación aún estaba en penumbra.Risa dormía, o parecía dormir, pero su respiración era irregular. El aire a su alrededor tenía una densidad extraña, como si cada inhalación pesara más que la anterior.Cuando el rey intentó acercarse, una corriente invisible lo detuvo.—No… te… acerques… —susurró ella entre sueños.El tono de su voz era doble: uno humano, el otro grave y resonante, casi demoníaco.Rhaziel dio un paso atrás, pero no apartó la mirada.El resplandor dorado de la noche anterior se había convertido en una luz rojiza
La luna se alzaba sobre las torres del Palacio de la Luna Eterna, enorme y pálida, como si vigilara en silencio los secretos que latían bajo su luz.El viento soplaba desde el norte, trayendo el aroma de la tormenta y un eco que no pertenecía a este mundo.Risa no podía dormir.Había intentado permanecer tranquila, ignorar las voces que rondaban su mente desde la noche anterior, pero era inútil. Cada vez que cerraba los ojos, una sombra se acercaba más.Sabía que el sueño la arrastraría otra vez, que la llevaría a ese lugar donde la oscuridad tenía forma y nombre.Se levantó, descalza, con el cabello suelto y los pies fríos sobre el mármol.El silencio del palacio era espeso, como si incluso el tiempo contuviera la respiración.Abrió la ventana, dejando que la brisa helada la golpeara en el rostro.A lo lejos, los lobos guardianes aullaban hacia la luna.Pero había algo distinto en su canto. Un tono de advertencia.O de lamento.—No puedes huir de mí, Elaris… —susurró una voz desde el
El amanecer llegó cubierto por un velo gris.El sol no se alzó con su habitual fulgor sobre el Palacio de la Luna Eterna; apenas un resplandor pálido atravesaba las nubes, proyectando sombras inquietas sobre los jardines.Risa despertó sobresaltada, jadeando, con el corazón al borde del desgarro.El sueño se repetía desde hacía noches: un trono de piedra, un fuego oscuro, una voz que la llamaba “Elaris”.Pero esa madrugada, algo había cambiado.El fuego no se extinguió al abrir los ojos. Permanecía dentro de ella.Se incorporó con lentitud, sintiendo la energía recorriéndole las venas como si su propia sangre ardiera. Cuando extendió la mano, el aire frente a sus dedos se curvó, vibrando. Pequeños destellos dorados flotaron a su alrededor, mezclados con filamentos de sombra.—No… no puede ser… —susurró, asustada.El espejo frente a su cama tembló. Su reflejo parpadeó, y por un instante vio otro rostro superpuesto al suyo: el de una mujer antigua, majestuosa, con una corona de luz queb
La luna ascendía sobre las torres del Palacio de las Sombras como una diosa blanca y distante, derramando su luz sobre los balcones de piedra. El aire estaba impregnado de un silencio expectante, como si incluso el viento temiera romper el hechizo que pesaba sobre la noche. Desde la torre más alta, Noctara observaba. Su silueta, envuelta en un manto de sombras vivas, se recortaba contra el brillo plateado del cielo. No necesitaba ojos para ver: el poder antiguo que dormía en su sangre le permitía sentir los hilos invisibles del destino moverse, entrelazarse, tensarse con cada respiración de aquellos que amaba o despreciaba. Y esa noche, esos hilos vibraban con fuerza peligrosa. En el jardín inferior, bajo la fuente encantada donde el agua brillaba como cristal líquido, Adrian Stormborne caminaba despacio. Su paso era el de un hombre acostumbrado a la guerra, pero sus pensamientos estaban lejos de cualquier campo de batalla. Desde la cena organizada por Risa, su mente no había d
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