La noche había caído sobre el bosque como un manto de sombras y fuego. La luna, enorme y teñida de rojo carmesí, parecía sangrar en el cielo, como si presintiera la tragedia que estaba por desatarse. El viento silbaba entre los árboles, cargado con un olor metálico, presagio de muerte.
Dentro de una cabaña oculta entre raíces y ramas, una mujer loba gemía de dolor. Sus uñas arañaban la madera del camastro mientras los espasmos del parto la desgarraban por dentro. El sudor le cubría la frente, y sus cabellos oscuros se pegaban a su piel. Su respiración era entrecortada, rota por jadeos, y sus ojos brillaban con lágrimas que no eran solo de dolor, sino de miedo.
—Resiste… —le dijo la partera, arrodillada junto a ella, con las manos temblorosas manchadas de sangre—. Por tu hija, debes resistir.
La madre, apretando los dientes, pensó en él. En el hombre que había amado contra toda ley, contra toda tradición. El vampiro que la había mirado con ojos de eternidad y que, por primera vez en su vida, la había hecho sentir algo más que el instinto salvaje de su manada. Él le había prometido protección, un futuro juntos, y aunque ambos sabían que su amor era imposible, lo habían desafiado todo.
“Una vida corta contigo vale más que una eternidad sin ti”, le había dicho él. Y ahora ese recuerdo era el único refugio de su corazón desgarrado.
Un grito salió de su garganta, profundo, animal, y en medio de la tensión de la noche, un nuevo sonido surgió.
La criatura abrió los ojos, rojos como la sangre bajo la luz de la luna. Un brillo extraño, mezcla de dos mundos, habitaba en ellos. Era un alma inocente… y al mismo tiempo, un presagio viviente.
Pero ese llanto no solo fue escuchado por la madre y la partera.
A kilómetros de distancia, en lo alto de una colina, el Rey Lobo levantó la cabeza. Sus sentidos agudos reconocieron aquel sonido que atravesaba la noche. No era un llanto cualquiera. Algo dentro de su pecho se agitó, un rugido interior que lo estremeció.
—No… —gruñó entre dientes, sus ojos dorados encendidos de furia—. ¡No puede ser!
Sus guerreros lo miraron, confundidos, pero al ver el fuego en su mirada entendieron que la caza había comenzado.
El estruendo de aullidos resonó cuando la manada se lanzó a la carrera. Las hojas crujían, los troncos se estremecían. El Rey avanzaba con la seguridad del depredador supremo, con una furia oscura alimentando cada paso.
Dentro de la cabaña, la madre también lo había sentido. El vínculo entre lobos nunca mentía, y ella sabía que su hija había sido marcada. Con desesperación tomó la mano de la partera y colocó en ella el pequeño cuerpo envuelto.
—Pero… —la partera dudó, temblando.
—¡Prométemelo! —gritó la madre, con la fuerza que aún le quedaba.
La partera asintió, con lágrimas cayendo por sus mejillas, y salió por la puerta trasera, perdiéndose entre la maleza, mientras el sonido de pasos y gruñidos se acercaba.
Un golpe brutal derribó la entrada principal. La puerta estalló en astillas, y el Rey Lobo entró con la imponencia de una bestia divina. Su silueta llenaba la cabaña como una sombra maldita. Sus ojos brillaban con rabia, y en su mano sostenía algo que lanzó al suelo con desprecio.
La mujer vio el objeto rodar por la madera. Su corazón se detuvo. Era la cabeza de su amado. El vampiro.
—¡No! ¡Nooo!
El Rey Lobo la miró con fría crueldad.
La loba temblaba, sus lágrimas manchaban su rostro, pero sus ojos destellaban odio.
El Rey mostró una sonrisa sombría, disfrutando de su resistencia.
Ella escupió sangre, alzando la voz una última vez.
Un rugido llenó la cabaña cuando el Rey Lobo dio un paso al frente. Con un movimiento rápido y feroz, hundió su mano en el pecho de la mujer. La carne se desgarró, la sangre brotó en un chorro ardiente, y en su puño emergió un corazón aún palpitante.
El grito de la loba se apagó en el aire, y su cuerpo cayó inerte sobre el suelo. El Rey contempló el corazón con frialdad antes de soltarlo, dejándolo caer sobre las tablas manchadas de sangre.
El silencio volvió a la cabaña. Solo quedaba el eco del llanto lejano, perdido en el bosque.
El Rey cerró los ojos por un instante, escuchando el llamado que aún latía en lo profundo de su ser. Esa criatura híbrida, esa aberración, esa niña… era su pareja destinada.
La luna carmesí brillaba con furia en el cielo, testigo de que la profecía acababa de despertar