SEMILLAS DE OBSESION

Los años pasaron como un susurro entre los árboles. El pequeño pueblo donde la partera se había refugiado parecía un lugar olvidado por el tiempo, con chozas de barro y techos de paja, campos sembrados de trigo y niños corriendo libres por los senderos polvorientos. Allí creció la niña que había nacido de un amor prohibido, ignorante aún del destino que llevaba marcado en su sangre.

Risa era distinta desde el principio. Sus cabellos negros parecían beber la luz del sol, y sus ojos, aunque la mayor parte del tiempo eran de un tono castaño oscuro, en momentos de ira o excitación se teñían de un rojo profundo que helaba la sangre de quienes lo notaban.

Una tarde, jugando con otros niños, un muchacho intentó arrebatarle una muñeca de trapo. Risa lo empujó con fuerza, tanta que el chico salió disparado contra la pared de una choza y cayó inconsciente por unos segundos. Los demás niños retrocedieron, mirándola con miedo. Ella, confundida y asustada, corrió a esconderse entre los campos.

La partera, que la había criado como hija propia, la encontró llorando entre las espigas.

—No debes mostrar lo que llevas dentro, pequeña —susurró, abrazándola con ternura—. El mundo no está preparado para ti.

Risa sollozó contra su pecho.

—Yo no quiero ser rara, mamá. Solo quiero ser como los demás.

La mujer acarició su cabello, sintiendo un nudo en la garganta. Sabía que llegaría el día en que no podría ocultarla más, pero mientras tuviera fuerzas, protegería ese secreto.

El pueblo, sin embargo, comenzaba a murmurar. Algunos hablaban de que la niña tenía “la mirada del demonio”, otros juraban haberla visto correr más rápido que un perro de caza. La partera inventaba excusas, sonrisas y explicaciones, pero las dudas crecían como maleza en los corazones de los aldeanos.

En las montañas lejanas, donde el palacio de piedra negra se erguía desafiante contra el cielo, Rhaziel no conocía la calma. El paso de los años no había borrado la memoria del llanto que escuchó aquella noche. Por el contrario, la había convertido en un tormento constante.

Se alzaba cada amanecer con la misma sensación: un vacío ardiente en el pecho, una llamada que no podía responder. Ni siquiera sabía cómo era ella. No conocía su rostro, su voz, ni el olor de su piel, pero su alma clamaba por aquella criatura como si la hubiera amado durante mil vidas.

La obsesión se había vuelto su sombra.

De pie en la sala del trono, con los ojos brillando de un dorado febril, observaba a sus guerreros con una furia contenida.

—¿Años de búsqueda y aún no han encontrado nada? —su voz resonó como un trueno en la piedra.

Los lobos agacharon la cabeza.

—Mi señor, hemos revisado aldeas, quemado bosques, interrogado a centenares de humanos. No hay rastro de la híbrida. Tal vez… tal vez no sobrevivió.

Rhaziel rugió, y el eco de su furia estremeció la sala.

—¡Ella vive! —sus garras se hundieron en los brazos de su trono, astillando la roca—. La siento en mi sangre. Su llanto aún me atormenta en sueños. ¡Ella existe, y será mía!

El silencio que siguió fue pesado, sofocante. Los soldados no se atrevieron a respirar hasta que el Rey volvió a hablar.

—Si no saben dónde está, entonces traigan a todas las posibles. Cada niña que muestre señales de ser distinta, cada híbrida que encuentren, tráiganla a mí. Quemaremos aldeas enteras si es necesario.

Sus ojos brillaban de locura. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía la criatura, pero cada noche su mente la inventaba: a veces la imaginaba con cabellos de plata, otras con ojos oscuros como la noche. Cada visión distinta lo consumía más.

Una servidumbre fiel lo había visto vagar por los pasillos a medianoche, susurrando a la nada, buscando en la penumbra una silueta invisible. Otros lo habían escuchado reír solo, convencido de sentirla cerca. El Rey de los lobos, invencible y temido, estaba siendo devorado por una obsesión sin rostro.

Mientras tanto, en el pequeño pueblo, Risa cumplía diez años. Había crecido ágil y fuerte, con una gracia salvaje que nadie lograba explicar. Su risa, clara y contagiosa, contrastaba con los rumores que pesaban sobre ella. La partera intentaba mantenerla apartada de las habladurías, pero los ojos de los aldeanos eran filosos.

Una noche, mientras la niña dormía, la mujer se quedó velándola junto al fuego. Miraba su rostro sereno, y en su corazón un miedo se clavaba cada vez más hondo. Sabía que, en algún lugar, el Rey Lobo aún la buscaba.

Y aunque los años habían pasado, en sus entrañas tenía la certeza de que un día sus pasos volverían a cruzarse.

En las montañas, Rhaziel se alzó de nuevo en medio de la oscuridad, jadeando tras un sueño que lo había estremecido. Había escuchado una risa infantil, clara como un cristal. Una risa que lo había llenado de deseo y furia al mismo tiempo.

Se llevó una mano al pecho, sintiendo cómo su corazón golpeaba con violencia.

—Eres mía… aunque no sepa tu rostro. Aunque no sepa tu nombre.

Y la luna carmesí, testigo silente, parecía sonreír ante la creciente locura del Rey.

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