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EL NOMBRE Y LA OBSESION

El río había arrastrado a la partera con violencia, sus aguas heladas mordían su piel y cada corriente parecía querer arrancarle la vida. Aun así, no soltó a la bebé. Con los brazos aferrados al pequeño cuerpo envuelto en mantas, luchó contra la corriente, girando y sumergiéndose una y otra vez, hasta que, jadeando, alcanzó la orilla fangosa en la otra ribera.

Se arrastró fuera del agua como pudo, los pulmones ardiendo, el cuerpo temblando de frío y dolor. Tenía heridas sangrantes en la espalda y los pies llenos de cortes, pero nada de eso importaba. Lo único que la mantenía con vida era el peso cálido de la niña en sus brazos.

—Shhh… tranquila, pequeña… —susurró, empapada y exhausta, al ver que la bebé apenas se removía bajo las telas—. Ya pasó, ya pasó…

El bosque parecía más denso en ese lado del río, más silencioso. El rugido de los lobos había quedado atrás, pero en el corazón de la partera aún resonaba el eco del aullido de Rhaziel. Sabía que no había escapado del todo, solo había ganado tiempo. Y en ese tiempo debía encontrar un refugio seguro.

Horas después, cuando la luna ya se escondía y el amanecer comenzaba a teñir el horizonte con un resplandor gris, divisó a lo lejos las primeras casas de un pequeño pueblo. Las chimeneas expulsaban humo perezoso, y el sonido de gallinas y perros anunciaba que la vida despertaba.

La mujer, apenas sosteniéndose en pie, avanzó por el sendero de tierra. Su aspecto era deplorable: ropas desgarradas, el cabello enmarañado, los pies ensangrentados. Varios campesinos la miraron con sorpresa, pero al ver que cargaba un bulto, nadie se atrevió a detenerla. Ella se adentró entre las casas hasta llegar a una choza apartada, donde una anciana de rostro bondadoso y manos arrugadas salió a recibirla.

—¡Por los dioses! —exclamó la anciana al verla—. Mujer, ¿qué te ha pasado?

La partera apenas pudo responder.

—Necesito… refugio. Por favor… es por la niña.

La anciana miró el bulto y, al descubrir el pequeño rostro, su expresión se suavizó.

—Ven, entra. Nadie te buscará aquí.

Dentro, la partera se desplomó sobre un banco de madera. Su cuerpo no podía más. Aun así, con las manos temblorosas acarició la mejilla de la bebé. Por primera vez desde su nacimiento, la pequeña abrió los ojos con claridad. Esos ojos rojos como brasas parecían mirarla con un entendimiento imposible.

La mujer sonrió débilmente entre lágrimas.

—Tienes que vivir… y para vivir necesitas un nombre.

La anciana la observaba en silencio mientras la partera pensaba. La bebé emitió un pequeño sonido, como un murmullo entre sueño y llanto. Entonces, la mujer susurró:

—Te llamarás… Risa.

La palabra salió de sus labios con suavidad, como una promesa.

—Porque incluso en medio del dolor… tú serás mi alegría, pequeña Risa.

La anciana inclinó la cabeza, aprobando el nombre, mientras acomodaba mantas secas alrededor de la recién nacida. La partera, agotada, cerró los ojos un instante, rezando para que los pasos de los lobos jamás llegaran a ese pueblo olvidado.

Al otro lado del bosque, Rhaziel rugía con una furia que hacía temblar a los árboles. La cacería había fracasado. Sus lobos habían seguido el rastro hasta el río, pero allí las aguas turbulentas habían borrado todo vestigio. Ninguno de sus guerreros pudo oler más allá.

Rhaziel había recorrido la orilla una y otra vez, golpeando la tierra con sus garras, su pecho retumbando con gruñidos cada vez más desesperados.

—¡Ella está aquí! ¡Lo sé! —bramó, arrancando de cuajo un tronco con las manos desnudas—. ¡No puede haber desaparecido!

Sus soldados lo observaban a distancia, temerosos de acercarse demasiado. El Rey estaba perdiendo el control.

El vínculo lo quemaba por dentro. Cada vez que cerraba los ojos podía escuchar el eco del llanto, sentir el llamado en su sangre, y sin embargo, no podía alcanzarla. Era como una daga en su orgullo, como si la criatura se burlara de él desde algún escondite.

—Rhaziel… —se atrevió a hablar uno de sus tenientes, inclinando la cabeza—. Tal vez la criatura murió en el río.

El Rey se giró con los colmillos descubiertos.

—¡Cállate! —rugió, lanzándose sobre él con una velocidad brutal. Sus garras rozaron la garganta del guerrero, que cayó de rodillas temblando—. Ella no está muerta. La siento. Está viva… ¡y es mía!

El silencio fue absoluto. Ningún lobo osó responder.

Finalmente, Rhaziel apartó la vista y respiró hondo, conteniendo la locura que lo consumía. Su voz se volvió un murmullo venenoso.

—Regresamos al palacio. Prepararemos una búsqueda más amplia. Si esa partera aún respira, la encontraré. Y cuando lo haga, arrancaré de ella el secreto con mis propias manos.

El palacio de Rhaziel se alzaba entre montañas, un bastión de piedra negra y torres puntiagudas que dominaban el horizonte. Cuando volvió, la corte lo recibió en silencio. Nadie osó hablar al verlo cruzar los pasillos con pasos firmes, el rostro marcado por la ira y la obsesión.

En su sala del trono, se dejó caer sobre el asiento tallado en roca. El eco de su respiración llenaba la cámara. Se pasó una mano por el cabello oscuro y cerró los ojos. Allí, en la soledad de su reinado, lo admitió en silencio: esa criatura lo estaba enloqueciendo.

Un lazo indestructible lo ataba a ella. Y hasta que no la tuviera entre sus manos, no habría descanso ni paz.

La luna carmesí seguía brillando tras las ventanas altas del palacio, como si observara con deleite cómo la profecía empezaba a hundir sus raíces en sangre y obsesión.

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