El silencio del castillo era más pesado que cualquier grito de guerra. Rhaziel caminaba por los pasillos de piedra con pasos lentos, las botas resonando en el eco interminable de las paredes. A su alrededor, los guardias inclinaban la cabeza al verlo, temerosos de cruzar su mirada.
Habían vuelto victoriosos de Elthuria. Otro reino sometido, otra corona arrojada al suelo. Pero en el pecho del rey no había orgullo, ni satisfacción, solo un vacío abrasador. En la soledad de su cámara, se dejó caer en el trono, los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas frente a su rostro.
La veía en su mente sin haberla visto jamás. El eco de aquel llanto de recién nacida seguía clavado en sus entrañas. Una voz muda que lo atormentaba día y noche.
Kael entró en la sala, inclinando la cabeza.
—El reino de Elthuria se ha rendido por completo, mi rey. Sus hombres juran lealtad a Lucian.
Rhaziel asintió sin levantar la vista.
—Bien.
—¿Debemos mover las tropas hacia el norte? —preguntó Darius,