SOMBRAS DE INFANCIA

a partera sabía que no podía seguir ocultándola. Cada día que pasaba, los ojos de los vecinos se volvían más inquisitivos, las murmuraciones más intensas. “Esa niña tiene algo extraño… sus ojos cambian de color… ¿por qué nunca enferma? ¿Por qué corre más rápido que los demás?”. La mujer comprendió que el disfraz de normalidad pronto se desgarraría.

Con el corazón pesado, buscó al único recurso que le quedaba: un familiar lejano de la difunta madre loba de la niña. El matrimonio aceptó a regañadientes. Para ellos, Risa no era un regalo, sino un peso; un recordatorio de un pecado prohibido.

La pequeña fue llevada a su nueva casa con apenas cinco años. Tenía la esperanza de encontrar cariño, pero lo que halló fueron paredes frías y miradas cargadas de desdén. El matrimonio ya tenía una hija, de su misma edad, de ojos claros y sonrisa calculada. Su nombre era Selene.

Desde el primer encuentro, Selene supo que aquella intrusa sería su blanco favorito. Si la castigaban, era culpa de Risa. Si algo se rompía, era culpa de Risa. Y si quería divertirse, bastaba con inventar nuevos insultos.

—Eres rara —le decía con voz cantarina—. Mamá dice que vienes de sangre sucia. ¿Sabes lo que eso significa?

—No —respondía Risa, bajando la mirada.

Selene reía y se inclinaba cerca de su oído:

—Que el Rey Demonio vendrá por ti… y te arrancará el corazón.

La primera vez que lo escuchó, Risa se estremeció hasta las lágrimas. La partera le había hablado de la crueldad de los lobos, pero en su inocencia no alcanzaba a comprender la magnitud de esa amenaza.

Los años pasaron, y en cada uno de ellos las burlas se hicieron más crueles. El matrimonio la trataba como sirvienta: limpiaba, cargaba agua, cocinaba. Selene observaba con deleite cómo la castigaban por cualquier error.

Sin embargo, en medio de tanta penumbra, Risa empezó a notar su propia diferencia. Cuando corría, nadie podía alcanzarla. Cuando se enojaba, su fuerza superaba la de los niños mayores. Y en las noches sin luna, al mirarse al espejo, un destello carmesí encendía sus pupilas. Temía que alguien más lo viera. Temía que su secreto se revelara.

Cuando alcanzaron la adolescencia, los padres decidieron que ambas hermanas fueran enviadas a una academia de señoritas, un lugar donde las jóvenes de familias nobles y plebeyas aprendían etiqueta, escritura, combate básico y obediencia. Selene lo celebró como una victoria:

—Al fin dejaré de compartir la casa contigo. Aunque… —se inclinó, sonriendo con malicia— allá también serás la rara. Y todos lo verán.

Para Risa, la academia no fue un alivio, sino otra prisión con reglas más estrictas y ojos siempre atentos. Si alguna vez soñó con ser aceptada, pronto comprendió que su destino era distinto: nunca encajaría, ni allí ni en ningún lugar.

Mientras tanto, lejos de esas paredes, en un palacio rodeado por bosques sombríos, Rhaziel ardía en obsesión.

Habían pasado más de quince años desde el nacimiento de la híbrida. Nunca la había visto, nunca la había tocado, pero el primer llanto aún resonaba en su memoria como una llama encendida en su pecho. Su lobo interior lo consumía, repitiendo que ella existía, que era suya, que debía encontrarla.

Una y otra vez mandaba a sus guardias a recorrer los reinos:

—Busquen a las híbridas. Todas. No importa dónde se oculten. Traiganlas vivas… o muertas si es necesario.

Los informes llegaban cada semana: niñas capturadas, familias destrozadas, sospechosas que resultaban ser falsas. Y con cada fracaso, Rhaziel se volvía más inestable. No sabía cómo era su rostro, ni el color de su cabello, ni la forma de su sonrisa. Pero lo que sí sabía, con la certeza de su instinto, era que en algún rincón del mundo ella respiraba. Y cada día que pasaba sin hallarla era un tormento insoportable.

En la soledad de sus habitaciones, golpeaba las paredes con furia, arañaba la piedra hasta sangrar. “¿Dónde estás?” murmuraba al vacío. Su obsesión no era ya un secreto: todo el reino sabía que su rey buscaba algo más que venganza, algo que lo mantenía despierto, ansioso, poseído.

Los ancianos lo llamaban locura, pero sus guerreros sabían la verdad: un vínculo de alma. Un lazo irrompible que ni el tiempo ni la distancia podían extinguir.

Y mientras Rhaziel se consumía en su propio fuego, lejos de allí Risa se miraba en los espejos de la academia, preguntándose por qué nunca encajaba, por qué era distinta, por qué el mundo parecía rechazarla sin motivo.

Dos destinos corrían en paralelo, separados por la distancia, unidos por una fuerza que ninguno comprendía del todo. Ella, creciendo bajo el peso del desprecio. Él, deshaciéndose en su propia desesperación.

Y aunque todavía no lo sabían, la profecía carmesí avanzaba inexorable, acercando los hilos invisibles que tarde o temprano los unirían… para bien o para mal.

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