El portón de la academia se cerró tras ella con un estruendo metálico que parecía anunciar su condena. Risa apenas tenía trece años, pero ya había aprendido a reconocer las miradas cargadas de odio. Las maestras la observaban con ojos severos, las otras alumnas con desprecio abierto. Y Selene, su hermanastra, se encargaba de avivar cada chispa de burla hasta convertirla en un incendio.
Desde el primer día, Risa se convirtió en el blanco. Si las demás llegaban tarde, era ella quien recibía el castigo. Si una lección no salía perfecta, era su espalda la que sentía la vara de madera. A veces, incluso sin motivo, las niñas más fuertes la empujaban al suelo, riendo mientras sus rodillas sangraban. —Eres un error —le susurraban, entre carcajadas crueles—. Nadie te quiere aquí. La violencia no se limitaba a palabras. Había noches en que la encerraban en el sótano húmedo, con ratas correteando alrededor, como castigo por haberse “escapado” cinco minutos del horario. Otras veces, la obligaban a limpiar sola todo el comedor, mientras Selene se sentaba en un rincón, disfrutando del espectáculo con una sonrisa de satisfacción. Aun así, Risa encontró grietas en esas murallas de hierro. Aprendió a moverse como sombra, a escuchar el crujir de los tablones y a calcular el momento exacto en que los vigilantes se quedaban dormidos. Así fue como descubrió su única libertad: la ciudad de noche. Con pasos sigilosos, escalaba los muros y se internaba en las calles donde nadie la conocía. Allí, entre ruinas abandonadas y hogueras improvisadas, encontró a otros como ella: niños huérfanos, descalzos y hambrientos, pero libres. Ellos no le preguntaban por su sangre ni la señalaban como extraña. Solo la aceptaban, compartiendo migajas de pan duro y juegos improvisados con palos y piedras. Por primera vez, Risa reía sin miedo a ser castigada. Allí, bajo el cielo estrellado, sentía que pertenecía. —Risa, corre más rápido —gritaba uno de los niños, mientras jugaban a las persecuciones nocturnas. Y ella corría, dejando atrás incluso a los mayores, ligera como el viento, poderosa como nunca antes. Pero esas escapadas tenían un precio. Cada vez que la descubrían, las maestras la azotaban frente a todas. Una vez incluso la dejaron colgada de los brazos en el patio, bajo la lluvia helada, hasta que su cuerpo temblaba de dolor. Selene, desde la ventana, aplaudía el castigo con burla evidente. —El Rey Demonio vendrá por ti —canturreaba—. Y cuando lo haga, yo me reiré de tus gritos. Risa no respondía. No porque creyera en las palabras de su hermanastra, sino porque algo en su interior le decía que ese “Rey Demonio” estaba realmente buscándola. Y ese pensamiento la mantenía despierta más que cualquier castigo. Mientras ella soportaba en silencio su lucha diaria, en otro punto del mundo Rhaziel no conocía descanso. El Rey Lobo cabalgaba de reino en reino, acompañado por sus guardias más leales. Su sola presencia abría puertas y doblegaba voluntades. Nadie se atrevía a cuestionarlo: era el monarca absoluto, el guerrero indomable, el alfa que todos temían. En cada ciudad ordenaba la misma búsqueda: —Traigan a todas las híbridas. No importa si son niñas o mujeres. Examínenlas. A veces los soldados regresaban con grupos de muchachas. Rhaziel las observaba una por una, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de furia y esperanza. Siempre terminaba igual: negando con la cabeza. No era ella. Nunca era ella. Cada fracaso lo hundía más en la obsesión. Su corazón rugía con impaciencia, recordándole que la que buscaba aún respiraba, que cada día estaba más cerca. Pero el vacío de no tenerla lo volvía violento. Sus hombres lo escuchaban murmurar en las noches: —La encontraré… aunque tenga que incendiar todos los reinos para lograrlo. Y nadie lo dudaba. Nadie lo detenía. Porque Rhaziel era el rey, y su palabra era ley. De esa manera, mientras él recorría tierras y extendía su sombra sobre pueblos enteros, Risa aprendía a sobrevivir entre golpes y cicatrices. La distancia entre ellos era enorme, pero un hilo invisible los unía, tensándose cada día más, acercándolos al inevitable encuentro que ambos, de formas distintas, anhelaban y temían. La academia seguía siendo su prisión, pero cada noche que escapaba con los huérfanos, Risa sentía que la fuerza dentro de ella crecía. Una fuerza que, tarde o temprano, nadie podría contener. Y en lo profundo de su instinto, aunque aún no lo entendiera, sabía que algo o alguien la estaba buscando.