El aire de la noche estaba cargado con la ferocidad de la sangre derramada. La cabaña, aún impregnada del hedor de muerte, ardía en silencio con el recuerdo de los gritos de la loba asesinada. Rhaziel, el Rey Lobo, permanecía de pie en el umbral, sus ojos dorados brillando como brasas en la oscuridad. Su pecho subía y bajaba con violencia, no por cansancio, sino por el eco del llanto que aún vibraba en sus entrañas.
La criatura vivía.
Giró lentamente hacia sus guerreros, un círculo de lobos imponentes que aguardaban la orden con la respiración contenida. Todos podían oler la tensión en el aire, la mezcla de sangre fresca y destino prohibido.
—Encuéntrenla —ordenó Rhaziel con una voz grave, rota entre furia y deseo—. Es apenas una bebé, no puede estar lejos.
Sus ojos brillaron con un destello animal.
Un murmullo de aullidos recorrió la manada. Algunos bajaron la cabeza en reverencia; otros mostraron colmillos, ansiosos por cazar. Rhaziel levantó la mano y su voz se alzó, firme como un trueno.
—¡No habrá descanso hasta que me traigan a esa niña! ¡No habrá escondite que la salve!
Un rugido ensordecedor estalló en respuesta. La guardia real se dispersó en todas direcciones, internándose entre los árboles, olfateando el aire, arañando la tierra con garras negras.
Rhaziel cerró los ojos por un instante. Sentía el vínculo como un latido oculto. Esa niña era un peligro y una promesa, una abominación y al mismo tiempo, el destino grabado en su propia alma.
Mientras tanto, entre la espesura del bosque, la partera huía a toda prisa. Su respiración era entrecortada, su corazón golpeaba con violencia. En sus brazos, la pequeña estaba envuelta en mantas, su rostro apenas visible. El llanto de hacía un momento había cesado, como si incluso la criatura entendiera el peligro que la rodeaba.
La mujer temblaba, no solo por el miedo, sino por el peso de la responsabilidad. “Sálvala, cueste lo que cueste”, le había dicho la madre antes de morir. Y ahora esas palabras eran un martillo en su mente.
Las ramas le arañaban los brazos, sus pies descalzos sangraban al tropezar contra piedras y raíces, pero no se detenía. Cada crujido detrás de ella la hacía mirar hacia atrás con desesperación. Podía sentirlos. Los lobos ya estaban en el rastro.
El aullido resonó en la distancia, helando su sangre. Era una llamada, un aviso de que la cacería había comenzado.
—Dioses… protégela —susurró entre lágrimas, apretando más fuerte a la bebé contra su pecho.
El bosque parecía cerrarse sobre ella. Cada sombra podía ser un cazador, cada hoja un delator de su paso. La luna carmesí bañaba todo con un resplandor cruel, como si se deleitara en iluminar su huida.
A lo lejos, los pasos pesados de la manada resonaban. Garras contra la tierra, respiraciones profundas. Los cazadores se acercaban.
La partera se internó por un sendero apenas visible, uno que solo ella conocía. Era un pasaje estrecho entre rocas y raíces, donde el aire se volvía más denso y húmedo. Sabía que no la salvaría para siempre, pero podría darle minutos. Y en ese juego de vida y muerte, un minuto era todo lo que necesitaba para pensar.
La bebé se movió suavemente en sus brazos, y la mujer miró sus ojos apenas abiertos. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Nunca había visto ojos como esos: rojos, brillantes, casi hipnóticos. No parecían pertenecer a un recién nacido. Parecían antiguos, sabios, como si esa criatura hubiera venido al mundo con una marca imposible de ignorar.
—No eres como los demás… —murmuró, con la voz rota—. Y por eso… todos quieren destruirte.
Un crujido la sacó de sus pensamientos. Volteó y vio dos sombras gigantescas entre los árboles. Eran lobos de Rhaziel, enormes, con los ojos amarillos brillando en la penumbra. Sus colmillos estaban descubiertos, la baba goteando al suelo.
La partera contuvo un grito y apretó la manta. Corrió en dirección opuesta, el sudor pegándole la ropa al cuerpo. Detrás, los lobos gruñían, siguiéndola con pasos veloces.
Su mente clamaba por un milagro, pero sus piernas sabían que no podría escapar mucho más. Ya estaba exhausta. La criatura pesaba en sus brazos como si llevara el mundo entero.
Rhaziel, mientras tanto, avanzaba en otra dirección, siguiendo su propio instinto. Cerraba los ojos, escuchando. El vínculo ardía, quemándole el pecho. No necesitaba rastrear con el olfato, la sangre de esa híbrida lo llamaba con una fuerza irresistible.
La partera tropezó y cayó de rodillas, abrazando a la niña para protegerla del golpe. El suelo húmedo manchó sus ropas, y la desesperación la hizo sollozar. Detrás de ella, los lobos se acercaban, sus pasos retumbaban como tambores de guerra.
Se levantó de nuevo, tambaleante, y buscó con la mirada una salida. A lo lejos, divisó un río estrecho, sus aguas reflejando el resplandor de la luna carmesí. Sin pensarlo, corrió hacia allí.
El rugido de los lobos resonó. Uno de ellos saltó, sus garras rozando la espalda de la partera, arrancando tela y piel. Ella gritó de dolor, pero no se detuvo. Llegó al borde del río, jadeando, y miró las aguas turbulentas.
No tenía elección.
Apretó a la bebé contra su pecho, cerró los ojos y susurró:
Y se lanzó al río, desapareciendo entre las aguas negras, mientras el aullido de Rhaziel resonaba en la noche, prometiendo que aquella huida no sería eterna.