Mundo ficciónIniciar sesiónEmma solo quería escapar de un pasado lleno de dolor y encontrar un lugar seguro donde empezar de nuevo. Nunca imaginó que su destino la llevaría a convertirse en la niñera de un niño callado y herido… ni mucho menos a vivir bajo el mismo techo que Alejandro, el hombre que cambiaría su vida para siempre. Él es frío, distante y poderoso. Ella es joven, inocente y terca. Alejandro no confía en nadie y Emma no quiere volver a enamorarse. Pero cada mirada robada, cada roce accidental y cada promesa silenciosa hacen imposible ignorar la atracción que nace entre ellos. Lo que comenzó como un refugio pronto se convierte en un amor prohibido, marcado por secretos del pasado y un deseo que ninguno de los dos puede detener. Emma sabe que acercarse demasiado a Alejandro puede romperle el corazón… pero también es la única forma de volver a sentirse viva. ¿Podrá el amor sanar sus heridas o el peso de los secretos los separará para siempre?
Leer más— ¡Número 7! ¡Tu cama no está arreglada según los estándares!
Escuché ese grito mientras estaba agachada en el rincón del lavadero, ayudando a Nora a limpiar las sábanas mojadas. Mi espalda se tensó al instante y mis dedos se apretaron involuntariamente en el barreño de agua. En el Orfanato La Trinidad, nadie me llamaba Emma, solo me conocían por un frío número: el 7.
— Sí, señora —respondí sin pensar.
— ¡Ahora! ¡Inmediatamente! —Los tacones de la señora Bernarda marcaban un ritmo furioso en el suelo—. ¿Quién te crees que eres para hacerme esperar?
Exprimiré rápidamente las sábanas y las colgué en el tendedero interior. Nora, de solo diez años, temblaba en un rincón, con dos líneas blancas en su rostro sucio, marcadas por las lágrimas.
— No tengas miedo —le susurré al pasar, rozando su cabello—. Esta noche te traeré pan.
No era la primera vez que Nora se orinaba en la cama, ni sería la última. Pero cada vez que ocurría, la encerraban en el oscuro confesionario durante todo el día, sin comida ni agua, solo con rezos interminables y miedo. Cuando tenía trece años, asumí su castigo por primera vez, y desde entonces me convertí en su protectora.
Corrí de vuelta al dormitorio. Mi cama, en realidad, ya estaba bastante ordenada: la manta gris estirada, la delgada almohada en su lugar asignado.
—Acuéstate boca abajo —ordenó la señora Bernarda, sacando una delgada vara de su cintura.
Me mordí el labio inferior y obedecí, apoyándome en el borde de la cama. Cuando el primer golpe cayó, contuve el aliento y clavé las uñas en las grietas de la madera. El dolor se extendió por la parte posterior de mis muslos.
— Cinco golpes, para que recuerdes la importancia de las reglas —dijo la señora Bernarda con un tono de satisfacción—. Este orfanato no necesita niñas desobedientes.
Conté cada golpe, con los ojos secos y ardientes. Hacía tiempo que ya no lloraba por los castigos. Las lágrimas eran un lujo aquí, solo atraían más burlas y dolor. Cuando terminaron los cinco golpes, me levanté mecánicamente y volví a arreglar la cama, esta vez de manera impecable.
—Ahora ve a la cocina a ayudar —asintió la señora Bernarda, satisfecha—. Pela todas las papas antes de la cena, y no me hagas llamarte otra vez.
—Sí, señora.
Caminé rápidamente hacia la cocina con la cabeza baja. Al pasar frente al espejo descascarado del pasillo, miré mi reflejo: una chica de diecisiete años, con el cabello castaño recogido en una trenza estricta, el uniforme gris colgando sobre un cuerpo delgado y sombras oscuras bajo los ojos. En tres meses cumpliría dieciocho años y, por ley, podría irme de este infierno.
En la cocina, pelé papas mecánicamente, pero mi mente estaba lejos. Recordaba el día en que me trajeron aquí a los ocho años, después de que mis padres murieran en un accidente. Los primeros años, lloraba en silencio por las noches, soñando que alguien vendría a buscarme. Ahora solo soñaba con una cosa: la libertad.
—¿Ya terminaste con las papas, Número 7? —Una voz grave resonó en la puerta, y el cuchillo se deslizó, cortándome el pulgar.
Don Martín, el director del orfanato, se apoyó en el marco de la puerta mirándome. Este hombre de cuarenta y tantos años siempre vestía trajes demasiado ajustados, con el cabello engrasado y peinado con perfección. Sus ojos brillaban con algo que me helaba la sangre.
—Casi, señor —dije, escondiendo rápidamente el dedo sangrante tras la espalda.
Don Martín entró lentamente y se paró demasiado cerca de mí. Podía sentir su colonia barata mezclada con un olor a podredumbre.
—En tres meses cumplirás dieciocho —susurró cerca de mi oído—. ¿Has pensado qué harás cuando te vayas?
Mi espalda se tensó aún más: "Encontraré un trabajo, señor."
—El mundo exterior es peligroso, especialmente para chicas… bonitas como tú —dijo, posando una mano en mi hombro, sus dedos rozando mi clavícula—. Quizá podrías quedarte… a ayudarme con ciertos asuntos privados. Te daría una… compensación especial.
Un asco repentino subió por mi garganta. En los últimos meses, los "intereses" de Don Martín se habían vuelto más obvios. La semana pasada, "accidentalmente" me empujó en el pasillo, con su mano "cayendo" sobre mi pecho. El mes pasado, insistió en revisar si escondía algo y me obligó a quitarme la chaqueta, dejándome solo en ropa interior.
—Gracias por su oferta, señor —dije, alejándome con cuidado.
El rostro de Don Martín se oscureció: "Ingrata." Me agarró bruscamente de la barbilla. "¿Crees que al irte podrás escapar de mí? Tengo formas de encontrarte, perra. Recuerda: aquí, yo mando."
Me soltó y salió de la cocina con arrogancia. Mis piernas temblaban tanto que tuve que apoyarme en la mesa para no caer. La sangre en el cuchillo ya se había secado, convirtiéndose en una mancha marrón. Miré esa mancha y un pensamiento se hizo cada vez más claro en mi mente: tal vez no podría esperar tres meses.
Esa noche, acostada en mi cama dura, escuchaba la respiración de las otras niñas en el dormitorio. La luz de la luna entraba por las rejas. Con cuidado, saqué un papel arrugado de debajo del colchón: "Plan de escape".
El plan era simple: el día de mi cumpleaños número dieciocho, aprovecharía el viaje a la oficina gubernamental para tramitar mi identificación y huir. Pero ahora ese plan parecía ingenuo. La mirada de Don Martín me decía que no me dejaría ir fácilmente.
¿Y si no llegaba a los 18?
¿Qué pasaría si Don Martín decidía que no podía esperar más?
¿Qué pasaría si un día no lograba esquivar sus avances?
¿Qué pasaría si entraba sola a una habitación y salía sintiéndome diferente?
Mi estómago se revolvió. No podía esperar tres meses.
Con él ahí, la amenaza era cada vez más real. Era imposible. Pasé la noche en vela hasta el amanecer. Cuando los primeros rayos de sol entraron en el dormitorio, tomé una decisión:
No a los dieciocho. No en tres meses.
Sería en unos días. Me iría de este infierno.
Di vuelta al papel y escribí: "Plan de escape".
Esta vez no habría espera. Solo acción, así que hice un inventario de mis escasos recursos:
Veinte dólares escondidos en una tela (ahorrados poco a poco de la caja de la cocina).
Un cambio de ropa.
Un cuchillo pequeño robado de la cocina.
Y el conocimiento de las rutinas del orfanato y sus puntos ciegos.
El día amaneció sereno, como si la ciudad quisiera hacerles creer que nada había pasado.Casa Esperanza, aunque dañada, había comenzado a levantarse de nuevo. Los muros aún olían a humo, pero los niños jugaban, y el eco de sus risas era el mejor recordatorio de que la vida seguía.Emma Ríos recorría los pasillos con un cuaderno en mano, revisando presupuestos, donaciones, pendientes. Alejandro había pasado los últimos días en la ciudad, buscando el rastro de la cuenta Salvatierra, pero su regreso esa mañana la llenó de un alivio silencioso.Lo vio bajar del coche, con el traje arrugado, las ojeras marcadas, y ese gesto de cansancio que disimulaba mal.—Deberías dormir &
El amanecer llegó con un murmullo distinto.No era el sonido del viento ni de los pájaros sobre la colina; era el zumbido de las notificaciones, el timbre de los teléfonos, las voces murmurando en el pasillo.Emma Ríos despertó con un mal presentimiento.Aún le dolía el cuerpo por las heridas del incendio, pero esa mañana, el dolor más fuerte no era físico.Era el silencio de Alejandro, que llevaba horas al teléfono, hablando con tono bajo pero tenso.Cuando salió de la habitación, lo vio en el comedor, con el móvil en la mano y el rostro endurecido.—¿Qué ocurre? —preguntó ella.Alejandro alzó la mirada.—No entres en redes.—¿Por qué?Él vaciló un segundo, pero terminó extendiéndole la tableta que tenía sobre la mesa.El titular la golpeó como una bofetada:“Tragedia en Casa Esperanza: negligencia o encubrimiento.”Emma Ríos, directora del refugio, bajo investigación por incendio intencional.Sintió que el suelo se movía bajo sus pies.Las imágenes mostraban el refugio en llamas, lo
Casa Esperanza respiraba calma esa tarde.Era uno de esos días donde la rutina parecía un bálsamo después de tanta tormenta: los niños jugaban en el jardín, Nora preparaba pan en la cocina, y Emma Ríos tomaba notas frente a la ventana abierta, dejando que el aire fresco despeinara su cabello.Aún sentía la ausencia de Alejandro como una sombra que no se iba.Habían pasado semanas desde su partida, y aunque hablaban poco —cartas, breves llamadas—, algo en su voz la mantenía viva.Sin embargo, esa mañana, un silencio distinto la inquietó.Alejandro solía enviarle un mensaje al amanecer. Hoy, nada.Se abrazó a sí misma, intentando ignorar el presentimiento.En el suelo, Sofía, la pequeña recién llegada, dibujaba con crayones una casa.Una casa blanca, con tres flores rojas al frente.Emma se agachó junto a ella.—¿Qué pintas, Sofi?La niña la miró con esos ojos enormes, tan dulces como tristes.—Mi mamá —susurró—. La casa de mamá olía a rosas.Emma tragó saliva.El perfume de rosas… igua
La lluvia caía con una persistencia suave, casi triste, como si el cielo llorara por ellos.Desde la ventana del despacho, Emma Ríos veía las gotas deslizarse por el cristal, formando caminos que desaparecían en el marco de madera.Había pasado una semana desde que encontró el archivo en el sótano.Una semana sin dormir del todo.Una semana de miradas esquivas, de palabras que no se atrevían a pronunciar.Alejandro ya no dormía en la misma habitación.Había dicho que era para “darle espacio”, pero Emma sabía que ese espacio se est
El día amaneció con una calma engañosa.Desde su oficina, Emma Ríos veía cómo los niños del refugio corrían por el jardín, entre risas, ajenos a todo lo que el mundo adulto intentaba esconder.Casa Esperanza se había vuelto su hogar, su misión, su corazón. Pero a veces —como esa mañana—, el pasado aún sabía cómo tocar a la puerta.Buscaba unos documentos antiguos en los estantes del fondo cuando, al mover una caja de donaciones viejas, algo cayó al suelo.Un sobre marfil, sellado con cera roja.El sello estaba marcado con una flor de cinco pétalos, y la caligrafía,
El atardecer cayó lento sobre Casa Esperanza, tiñendo los muros con tonos dorados y rojizos. Desde el jardín, los niños se despedían del día con risas y canciones, mientras Nora los llamaba para cenar. Todo parecía tranquilo, pero Emma no podía ignorar aquella sensación extraña que la acompañaba desde hacía días.Había empezado con cosas pequeñas: una puerta que amanecía entreabierta, un documento movido de sitio, una lámpara encendida cuando juraba haberla apagado.Detalles insignificantes, pensó al principio. Hasta que esa sensación —como una respiración ajena en la casa— empezó a crecer, silenciosa, constante.Esa tar
Último capítulo