La noche había caído sin dramatismos, como casi todo últimamente. No hubo tormenta, ni viento fuerte, ni presagios evidentes. Solo ese silencio europeo que Emma ya reconocía: limpio, educado, casi respetuoso con el dolor ajeno.
La bebé dormía en la cuna portátil junto al sofá. Su respiración era suave, rítmica, como si el mundo no tuviera aún aristas. Sofía ya estaba en su habitación, con la puerta entreabierta, fingiendo dormir pero escuchándolo todo, como siempre.
Emma estaba sentada frente a la ventana, con una manta ligera sobre los hombros. Alejandro se movía por la cocina sin hacer ruido, como si temiera romper algo invisible. Desde que Matteo se había ido —de verdad, esta vez— la casa se sentía distinta. No más ligera. No más tranquila. Solo… desnuda.
Alejandro sirvió dos tazas de té y se acercó.
—Se va a enfriar —dijo en voz baja.
Emma tomó la taza, pero no bebió de inmediato.
—Gracias.
Se sentaron uno frente al otro. No en el sofá, no demasiado cerca. Como dos personas que se