Capítulo 6

— Ven conmigo. Vamos a hablar.

No lo dijo con amenaza, pero tampoco con ternura. La mujer de rostro severo y moño tirante giró sobre sus talones sin esperar respuesta, y yo la seguí con las manos frías y el corazón latiéndome con fuerza.

Me condujo por un pasillo lateral hasta una especie de cocina secundaria. Todo allí estaba limpio, ordenado, silencioso como el resto del castillo. Encima de la mesa había una tetera humeante y un mantel de encaje beige. Me indicó que me sentara.

— Nombre.

— Emma —dije sin dudar.

— Apellido.

— Ríos.

Ella me estudió en silencio. Sus ojos eran grises, claros como el hielo, sin un ápice de suavidad.

— ¿Qué haces aquí?

— Vi el anuncio. El del periódico, vine por el trabajo —expliqué con voz firme, intentando mantenerme tranquila—. Llegué ayer, pero el portón estaba cerrado. Supuse que sería mejor entrar por la parte de servicio. Pensé que vendrían a recibirme por la mañana, pero… me adelanté un poco.

— ¿Y quién te envió?

— Nadie. El anuncio tenía la dirección. Decía que buscaban a alguien para cuidar al niño… y yo tengo experiencia con niños.

La mujer cruzó los brazos y me observó en silencio durante unos segundos que se sintieron eternos.

— ¿Cuántos años tienes?

— Dieciocho —mentí con la mirada firme.

Ella entrecerró los ojos. Sabía que dudaba. Sabía que no me creía del todo.

— ¿Tienes papeles?

— No. Los perdí hace unos días, pero puedo trabajar. Soy fuerte, sé limpiar, sé cocinar. No soy problemática, no hago ruido… Solo necesito una oportunidad. Una sola.

Me callé, apretando las manos bajo la mesa. Un silencio pesado cayó entre nosotras, roto apenas por el silbido de la tetera.

Finalmente, la mujer suspiró.

— Me llamo Clara. Soy la ama de llaves aquí. Y si por mí fuera, no estaría permitiendo esto… Pero el castillo ha estado demasiado silencioso durante demasiado tiempo, quizás un poco de caos fresco no sea tan malo.

No supe si eso era una aceptación, una amenaza o ambas cosas.

— Gracias —susurré.

— No me lo agradezcas aún. Este lugar es exigente. El niño es… complicado. El señor es aún más complicado. Pero si eres lista, si sabes cuándo callar y cuándo moverte, quizás sobrevivas.

Me puse de pie sin decir palabra.

— Sígueme —ordenó.

El castillo, bajo la luz del mediodía, se veía más impresionante aún. Clara me llevó por salones oscuros, bibliotecas inmensas y pasillos silenciosos. Al final de uno de ellos, se detuvo frente a una gran puerta de madera doble.

— Prepárate —me dijo sin mirarme—. Él no es como otros hombres. Y no le gustan las sorpresas.

Asentí y respiré hondo.

Clara golpeó la puerta dos veces y la empujó.

La sala estaba iluminada por un ventanal inmenso. Había estanterías altas, un escritorio antiguo y alfombras gruesas. De pie, junto a una chimenea apagada, estaba él, el hombre millonario y frío del que me habían hablado. No necesitaba que nadie lo presentara. Su presencia lo decía todo.

Alto, de hombros firmes, vestía una camisa blanca y un abrigo largo de lana oscura. Su cabello, ligeramente ondulado, le caía hacia un lado, y sus ojos… sus ojos eran oscuros, profundos, como pozos de noche.

Me miró sin expresión, sin moverse. Pero algo en esa mirada me atravesó, era como si no viera a la persona, sino lo que uno intenta esconder.

— ¿Es ella? —preguntó con voz baja, firme.

— Sí señor Alejandro—respondió Clara—. Dice que vino por el anuncio, no trae papeles y no parece una amenaza. Está… demacrada, pero despierta.

El señor Alejandro no habló, sólo caminó hacia mí con pasos lentos.

—¿Nombre?

— Emma Ríos.

— ¿Edad?

— Dieciocho —repetí, manteniéndole la mirada. No podía parecer débil. No delante de él.

Él me observó unos segundos más, como si pesara cada parte de mi rostro. Luego se giró hacia Clara.

— Una semana de prueba. Si el niño la acepta, se queda. Si no… que se vaya. No quiero complicaciones.

— Entendido, señor —dijo Clara, y me hizo una seña para salir.

Pero justo cuando iba a retirarme, una vocecita suave, apenas audible, se filtró desde el umbral de la puerta abierta.

— ¿Quién es ella?

Giré la cabeza. Era el niño, aquel niño que había visto antes, estaba de pie, descalzo, abrazando un peluche viejo con los brazos cruzados. Su cabello castaño caía sobre los ojos, y su piel era tan pálida como la de una muñeca de porcelana. Me miraba sin acercarse, sin parpadear.

— Soy Emma —dije, con suavidad—. Vine a cuidar de ti. Si me dejas.

Él frunció el ceño.

— No necesito niñeras. Todas se van.

El silencio se hizo espeso.

— Yo no me iré tan fácil —le respondí.

El niño no contestó. Simplemente se dio la vuelta y se fue, sin más.

El señor Alejandro me observaba. No dijo nada, pero por un instante, juro que vi una chispa en sus ojos, como si algo en mi respuesta le hubiese llamado la atención.

Clara me condujo hasta el ala de los dormitorios. En el camino, habló en voz baja.

—El niño es su sobrino, se llama Daniel. Su madre… falleció hace un año. Desde entonces no habla con nadie. Apenas come, rechaza a todos, nadie ha logrado quedarse más de una semana.

— ¿Y su padre?

— No tiene. Al menos no en este castillo.

— ¿Y él…? —me atreví a preguntar, refiriéndome al señor Alejandro—. ¿Él cuida del niño?

— Cuida. Pero no de la forma en que piensas. Él observa, escoge con cuidado a quién dejar entrar, no tolera el ruido ni las mentiras, ni mucho menos la lástima.

Me quedé pensando en eso.

Cuando llegamos a mi habitación, Clara se detuvo en la puerta.

— Descansa un poco. Esta noche cenarás con nosotros y no es una invitación, es una orden.

Me asomé al interior. Una cama pequeña, una cómoda de madera oscura, una ventana que daba al bosque y un perchero con toalla limpia. Por primera vez en días, sentí algo parecido a seguridad, pero sabía que no duraría si no me ganaba ese lugar.

Miré al techo de piedra, respiré hondo y cerré los ojos.

Una semana, solo tenía una semana y algo me decía que no solo era Daniel quien necesitaba que yo me quedara…

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