Cuando me subí a aquel bus oxidado, no sabía si me estaba alejando del peligro o lanzándome de cabeza a otro. Pero llevaba el anuncio del periódico doblado en el bolsillo interior de mi chaqueta, como un boleto hacia una vida distinta… o al menos, hacia una vida que todavía no me había mostrado los dientes.
El conductor apenas me miró cuando le entregué las monedas. Me faltaban unos centavos, pero quizás fue mi cara o mis ojeras lo que lo convenció. Me hizo un gesto con la cabeza, y sin decir más, cerró la puerta tras de mí.
El bus arrancó con un rugido metálico. Me acomodé en el asiento del fondo, junto a la ventana, abrazando mi mochila como si fuera un escudo. Afuera, los paisajes cambiaban como si la ciudad se deshiciera lentamente, como un recuerdo que no quiere ser revivido.
Pasamos por avenidas desiertas, barrios que se volvían cada vez más rurales, más olvidados. Las casas empezaban a aparecer separadas por campos, los árboles parecían multiplicarse, y la señal del celular que había robado del orfanato se perdió por completo. No que tuviera a quién llamar, de todas formas.
Me quedé dormida en algún punto. No recuerdo en qué momento exacto, pero cuando abrí los ojos, el cielo ya estaba cubierto de nubes espesas, de ese gris que anuncia tormentas incluso cuando no llueve. El sol apenas se adivinaba entre la niebla.
— ¿Tú eres la del castillo? —preguntó el conductor desde el frente, alzando la voz por encima del motor.
Asentí con un movimiento lento.
— No hay ruta directa. Te dejo en el cruce. El resto tienes que caminarlo.
No pregunté más. Acepté sin discusión. Me sentía como una hoja empujada por el viento: ligera, sin raíces, sin voluntad propia.
Me bajé en un punto donde no había más que un cartel de madera medio podrido que señalaba “Los Sauces” y un camino de tierra que se internaba entre árboles espesos. El bus se alejó dejándome una estela de humo y una sensación de abandono que me apretó el pecho.
Respiré hondo y empecé a caminar.
El sendero serpenteaba entre colinas bajas, bordeado por arbustos salvajes y ramas que crujían bajo mis pies. A cada paso, el mundo se volvía más lejano, como si la civilización quedara atrás y solo quedáramos el bosque y yo. Mi mochila pesaba más que nunca, y mis piernas dolían, pero no podía detenerme.
La bruma comenzó a espesarse. El aire tenía un olor húmedo, terroso. Podía escuchar el canto distante de un ave, el susurro del viento entre los árboles. De vez en cuando, una rama crujía, y giraba la cabeza con el corazón acelerado, convencida de que alguien me seguía. Pero no había nadie. Solo el eco de mi propia paranoia.
Y entonces lo vi.
El portón de hierro apareció al final del sendero como una aparición salida de un cuento. Alto, oxidado, cubierto de enredaderas secas, con detalles forjados en forma de espinas y gárgolas pequeñas en los extremos. Al acercarme, pude ver que uno de los barrotes estaba roto, y por ahí pasé, empujando mi cuerpo con dificultad hasta el otro lado.
Del otro lado, el paisaje cambió.
Un camino empedrado subía por una colina. A los lados, había árboles altos como centinelas dormidos, y entre ellos, estatuas viejas cubiertas de moho. Algunas estaban rotas; otras parecían observarme con ojos de piedra.
Y al final del camino, sobre la colina, se alzaba el castillo.
Era más grande de lo que imaginaba. Oscuro, de piedra negra, con tejados puntiagudos, torres y ventanas estrechas que parecían grietas. Una parte de mí esperaba ver luces en alguna habitación, señales de vida… pero todo estaba apagado, como si el lugar llevara años en silencio.
El corazón me latía tan fuerte que me dolía el pecho.
Pensé en dar la vuelta, pensé en correr, pero ya no tenía a dónde volver.
Subí lentamente los escalones de la entrada, hasta llegar a la gran puerta de madera. Toqué dos veces con los nudillos, temblando. Esperé.
Nada, ni la más remota respuesta de regreso.
Golpeé una tercera vez. Esta vez más fuerte.
Silencio absoluto.
Me giré, insegura. Y entonces me di cuenta de que había una pequeña reja a un costado, parcialmente abierta. Me asomé con cuidado, encontrando un sendero lateral que bordeaba el castillo. Dudé unos segundos, y después de comprobar que no había cámaras, ni perros, ni señales de alarma… decidí entrar.
Avancé por ese sendero, mis pasos resonando en la piedra húmeda.
No sabía a dónde iba exactamente, pero algo me empujaba a seguir. Tal vez fue la desesperación. Tal vez la intuición. O tal vez el destino, llamando desde el otro lado.
Vi una puerta secundaria, más pequeña, de servicio, con una aldaba suelta. Me acerqué. Intenté abrirla.
Estaba sin seguro, así que entré.
El aire dentro era más frío que afuera, cargado de polvo y soledad. Estaba en lo que parecía ser una despensa o un pasillo de servicio. Paredes de piedra, estanterías vacías, un farol apagado colgado del techo. Mi respiración se volvía más agitada.
Avancé en silencio, abriendo puertas con cuidado. Había salones inmensos con muebles cubiertos de sábanas blancas, escaleras antiguas que crujían con cada paso, candelabros cubiertos de telarañas, retratos en las paredes con rostros borrosos por el tiempo.
Todo parecía suspendido. Como si el castillo estuviera esperando y yo era la intrusa que no debía estar allí.
Encontré una habitación vacía en el piso superior, con una ventana desde la que podía ver el camino por donde había llegado. Me senté en el suelo, con la espalda contra la pared y el corazón latiendo con fuerza. No podía quedarme mucho tiempo. Si me descubrían, me echarían… o algo peor.
Pero de repente oí, desde el otro lado de la puerta, unos pasos que se acercaban cada vez más y más. Escuchar estos pasos cada vez más cerca me asustó tanto que mi mente ya estaba pensando en cómo reaccionar, mi corazón latía tan rápido que no podía casi respirar, pero poco a poco los pasos se alejaban.
Pensé, tal vez sea un cuarto de servicio abandonado y por eso nadie entra aquí.