Pasé la noche en esa habitación vacía, envuelta en mi chaqueta, sobre el suelo frío, sin atreverme a encender ninguna luz. No dormí del todo. Mis párpados caían, pero cada ruido en el castillo —un crujido, el aleteo de un ave afuera, el silbido del viento colándose por una rendija— me devolvía al presente, con el corazón latiéndome en la garganta.
El amanecer llegó lento, bañando el castillo con una luz grisácea que no traía calor, pero sí claridad. Me levanté con dificultad. Tenía las extremidades entumecidas, la boca seca y el estómago vacío. Aun así, me sentía viva. Oculta, sí… pero viva.
Me asomé por la ventana. Desde allí podía ver los jardines descuidados extendiéndose como una selva salvaje. Había fuentes rotas, árboles sin podar, senderos ocultos bajo la maleza. Y más allá, las colinas brumosas que ocultaban el castillo del mundo. Aquello no era solo un hogar. Era una isla suspendida en el tiempo.
Me atreví a explorar, así que salí en silencio de la habitación, caminando por pasillos que se sentían demasiado grandes para una sola persona. Las alfombras eran gruesas, pero polvorientas. Las cortinas, altas como columnas, se movían levemente con la brisa. Había cuadros con marcos dorados, vitrinas con porcelana que no parecía haber sido tocada en años, y relojes de péndulo que ya no marcaban nada. Parecía un museo… o una tumba.
Y sin embargo, había señales de vida. Muy sutiles. Una silla ligeramente corrida en el comedor principal. Una taza limpia sobre una bandeja en una mesa lateral. Un abrigo colgado en el perchero cerca de la entrada. Alguien vivía allí. Tal vez varias personas, pero no los había visto, al menos aún.
Me dirigí a lo que supuse era la cocina, guiándome por mi instinto y por un tenue olor a pan viejo. Bajé una escalera secundaria, crujiente y oscura, hasta una puerta batiente que daba a un espacio amplio con estanterías, ollas colgando y una chimenea apagada.
Estaba vacío. Pero no descuidado.
Sobre la mesa había una cesta con manzanas. Dudé. Luego tomé una, con dedos temblorosos, y le di una mordida. El sabor dulce me arrancó un suspiro involuntario. Llevaba días alimentándome a medias. Esa manzana sabía a salvación.
Regresé a recorrer otras alas del castillo. En una de las habitaciones encontré libros. Decenas. Una biblioteca antigua con estantes del suelo al techo. Solo mirarlos me hizo sentir otra vez como una niña. Pasé los dedos por los lomos gastados, sin atreverme a sacar ninguno.
Pero entonces escuché algo, una risa, pequeña, breve… infantil.
Me congelé.
La risa vino del pasillo, suave como un susurro. Me asomé, pero no vi a nadie. Bajé las escaleras con cuidado, siguiendo el sonido, hasta que vi una pequeña figura correr al fondo del corredor: un niño. No tenía más de seis años, cabello oscuro y desordenado. Llevaba una sudadera gris, los pies descalzos.
Me oculté detrás de una columna.
El niño se detuvo junto a una ventana y miró hacia afuera. Tenía una expresión ausente, como si su mente estuviera en otro lugar. Luego murmuró algo que no entendí, y se alejó por una puerta lateral. No me siguió. No me vio. Y, por alguna razón, eso me tranquilizó y me inquietó al mismo tiempo.
—Debe ser el niño… —susurré para mí.
El niño del anuncio, el que buscaba una niñera, el que, decían, tenía una enfermedad mental.
Volví sobre mis pasos. No podía permitir que me vieran aún. No sin una historia creíble.
En la parte trasera del castillo encontré una pequeña sala de estar. Más cálida. Tenía cojines color vino, una chimenea con brasas apagadas, y un reloj de pared que sí funcionaba. Las agujas marcaban las diez y cuarto.
Sobre la mesa había una carpeta. Curiosa, me acerqué. Había papeles, fotografías, y una hoja con nombres y fechas.
No los toqué, pero uno de los nombres destacaba: Emma Ríos.
Mi sangre se heló, no podía ser casualidad.
Retrocedí lentamente y salí de la habitación. Si mi nombre estaba allí, era porque alguien había empezado a investigar. Tal vez sabían que llegaría o tal vez alguien ya me había delatado.
La ansiedad me apretaba el pecho, pero decidí quedarme una noche más. Ya estaba allí. Tenía que intentarlo.
Podría presentarme, decir que había llegado un día antes, inventar que me habían dado indicaciones confusas… y sonreír, mostrarme dispuesta, servicial. Ocultar la verdad, una vez más.El pasillo estaba silencioso, con la penumbra filtrándose por las ventanas altas. Iba hacia el ala este, donde había visto una puerta abierta y un hilo de luz artificial, cuando escuché pasos y un murmullo apagado. Me detuve.
Antes de que pudiera retroceder o buscar dónde ocultarme, una voz surgió detrás de mí, seca y autoritaria:
—¿Quién eres tú?
Me giré de golpe.
Una mujer de rostro severo, cabello recogido con precisión y delantal oscuro estaba a pocos pasos, una bandeja de té en las manos. Sus ojos no pestañearon mientras me examinaba de arriba abajo.