Capítulo 3

Tuve que caminar más de una hora para encontrar la dirección. Calle San Miguel #47. Nunca había estado tan lejos del orfanato, cada paso era un salto al vacío. Los edificios eran distintos, las calles ya no olían a encierro, sino a pan recién horneado, a gasolina, a gente libre, pero yo no me sentía libre, al menos todavía no.

Mis piernas dolían. Tenía las zapatillas empapadas por la lluvia que había caído en la madrugada, las palmas de las manos me ardían por el frío y la humedad, y mi estómago hacía ruidos tan fuertes que me daba vergüenza.

Aun así, no paré. Porque si me detenía… era capaz de volver y eso no iba a pasar en lo absoluto.

Vi la casa desde la esquina. Blanca, con pintura descascarada en algunos bordes, pero limpia. El portón azul estaba entreabierto. Dos materas con flores daban la bienvenida desde las gradas. En la fachada, un cartel de madera colgaba inclinado:

Casa Nueva Luz – Aquí empiezan los nuevos días.

No parecía un lugar lujoso, pero tampoco peligroso. Contuve el aliento mientras subía los escalones. La puerta estaba abierta, toqué suavemente la madera vieja, y al no recibir respuesta, me atreví a asomarme.

— ¿Hola? — pregunté con un poco de desconfianza

— ¿Buscas algo, cielo?

Una voz cálida me respondió desde adentro. Era una mujer alta, de unos cuarenta y tantos años, con un delantal a rayas y cabello recogido en un moño descuidado. Tenía las manos cubiertas de harina, como si acabara de amasar pan.

— Vi el anuncio… el del trabajo —dije—. De niñera. No tengo papeles, ni edad legal para trabajar. Pero… soy buena con los niños. Cuidé a muchos en el orfanato. Puedo limpiar, cocinar, lo que necesiten. Solo necesito… un lugar. Mi voz se quebró al final.

Ella no me interrumpió. Me observó unos segundos con una expresión tan serena que sentí que el pecho se me aflojaba un poco.

— ¿Cómo te llamas?

— Emma.

— ¿Edad?

— Diecisiete. Cumplo dieciocho en tres meses.

Ella asintió despacio. Luego se acercó y me puso una mano en el hombro.

— Soy María. Bienvenida, Emma. Aquí no te vamos a pedir papeles. Lo que sí pedimos es respeto, compromiso y que no causes daño a nadie. ¿Estás de acuerdo?

— Sí. Estoy de acuerdo. — respondí sin dudarlo ni un segundo

María sonrió. No era la típica sonrisa forzada. Era cálida, de esas que hacen que uno baje la guardia sin darse cuenta.

— Sígueme. Vamos a darte algo caliente antes de que te caigas de hambre.

El comedor de Casa Nueva Luz no era grande, pero olía a hogar.

Había una mesa larga con varias sillas desiguales, unas mujeres fregaban platos, otras recogían ropa, todo parecía funcionar como un pequeño ecosistema. Sin lujo, pero con armonía.

María me sirvió un tazón de sopa y pan tostado. Comí despacio al principio, pero luego la ansiedad ganó. Ella me observaba, sin prisa, como si supiera que necesitaba ese momento.

— ¿Vas a quedarte mucho tiempo? —preguntó después de que me limpié la boca.

— No lo sé. No tengo a dónde más ir.

— Eso es lo que dicen casi todas las que llegan aquí. Algunas se quedan unos días, otras años. Algunas se marchan en paz. Otras se enamoran y se van con una familia.

— ¿Familia?

María asintió.

— Sí. A veces viene gente buscando ayuda, niñeras, acompañantes, empleadas. Si se ve que son buenas personas, les recomendamos a alguna chica. Nunca obligamos a nadie. Solo ofrecemos una opción.

Yo me quedé callada, sin saber si eso era esperanzador o aterrador.

Después de comer, me mostraron la habitación compartida. Tenía dos camas, una mesita y una ventana que daba a un árbol frondoso.

—Compartirás con Martina —dijo María—. Ella trabaja en la panadería del barrio. Casi no la ves porque sale temprano y llega tarde, pero es tranquila. Tú puedes ayudarnos aquí mientras tanto. Si te adaptas bien, quizá podamos recomendarte para algún empleo externo. ¿Te parece?

Asentí, aunque en realidad no sabía qué esperar. Mi cuerpo solo quería descansar. Pero mi mente seguía alerta.

— ¿Qué pasa si alguien me busca?

María me miró con una seriedad suave.

— ¿Crees que alguien lo hará?

— No deberían. Me escapé. Nadie me va a buscar porque nadie me extraña. Pero… hay un hombre. Del orfanato. Él podría…

No pude terminar la frase. El rostro de Don Martín apareció en mi mente como un zumbido venenoso.

— Aquí nadie entra sin pasar por mí —me dijo María con firmeza—. Y si alguien llega buscando problemas, no lo dejamos cruzar la puerta. Aquí estás segura, Emma. Al menos por ahora

Pero esa noche no pude dormir. Me desperté varias veces, con la garganta seca y el corazón inquieto. Me levanté a beber agua. Caminé en puntas de pie por el pasillo, hasta la cocina. Mientras tomaba el agua, escuché unas voces apagadas que venían desde el patio trasero.

Me acerqué, sin hacer ruido, y me escondí tras la cortina de la despensa.

— ...mañana llegan dos más, directo del terminal —dijo una voz masculina

— ¿Pagaron por adelantado?

— Claro. Mientras las tengamos bajo control, no hay problema. Y la nueva... la que llegó hoy. Si no consigue trabajo pronto, será la próxima.

Sentí un escalofrío. Mi cuerpo se paralizó.

No podía entenderlo del todo, pero el tono, las palabras, la forma en que hablaban… No era un hogar. No era un refugio. Era una fachada, una trampa y una muy peligrosa

Me escondí hasta que dejaron de hablar para luego correr al cuarto, temblando.

Esperé hasta que todo estuvo en silencio y salí en plena madrugada. Esta vez, sin mirar atrás, escapando de nuevo de una posible trampa.

Volví a caminar sin rumbo, las luces de la ciudad comenzaron a aparecer a lo lejos. No me atreví a detenerme, ya que temía que, si me quedaba quieta, me encontrarían.

Busqué trabajo todo el día siguiente. Me negaban en todos lados por no tener documentos, por no ser mayor de edad. Mi estómago rugía. El dinero que me quedaba apenas me alcanzaba para un pan y una botella de agua. Me escondí en un parque por la noche. Y por un momento, pensé en rendirme hasta que vi el periódico viejo abandonado en una banca.

Un anuncio decía:

“Se busca empleada para castillo en las afueras. Trabajo estable: limpieza y cuidado de niño de 6 años. Se requiere experiencia. Alojamiento incluido. Solo mayores de 18 años.”

El corazón me dio un vuelco al leer esto.

Pero esta vez no actuaría a ciegas, así que me tomé el día para caminar por el centro del pueblo, donde las calles adoquinadas aún olían a pan recién horneado y el murmullo de las conversaciones flotaba como niebla entre los puestos. Tenía preguntas, y estaba dispuesta a conseguir respuestas.

La primera parada fue la panadería de la esquina. Un local pequeño, cálido, con cristales empañados por el calor del horno. Detrás del mostrador, un hombre mayor acomodaba baguettes en una canasta.

— Buenos días —dije, con una sonrisa ensayada—. ¿Podría hacerle una pregunta un poco extraña?

— Si no es sobre política ni religión, adelante —dijo el panadero, sin dejar de trabajar.

— ¿Conoce el castillo que está en las afueras? ¿El que queda por la colina?

Él detuvo el movimiento, como si hubiera escuchado una nota falsa en una melodía familiar.

— ¿El castillo viejo? Claro que lo conozco, todo el pueblo lo conoce.

— ¿Y sabe quién vive allí?

El panadero entrecerró los ojos, bajando la voz como si temiera que las paredes escucharan.

— Un tipo raro. Millonario, incluso, multimillonario. Nunca baja al pueblo, solo manda a alguien de vez en cuando a recoger cosas. Dicen que es un hombre depresivo y que desde que murió su hermana, se encerró allá arriba con su sobrino.

— ¿Su sobrino?

— Sí… bueno, eso dicen. Un muchacho con problemas, no lo he visto nunca, pero… en los pueblos todo se sabe o se inventa.

Le agradecí por la charla y un pan de cortesía que me brindó para después salir con más preguntas que respuestas.

La siguiente parada fue la tiendita de comestibles. Una mujer de unos cincuenta años ordenaba latas mientras tarareaba una canción de los ochenta.

— Disculpe —me acerqué—. ¿Puedo preguntarle algo?

— Si estás buscando leche, llegó esta mañana —dijo sin mirarme.

— No, es sobre el castillo en la colina.

Ella se giró de inmediato. Me miró como si le hubiera dicho una palabra prohibida.

— ¿Qué pasa con ese lugar?

— Estoy haciendo un pequeño trabajo de campo —mentí—. Me interesa saber quién vive allí.

La mujer bajó la voz, como si al mencionar el castillo, la temperatura del lugar hubiera descendido.

— Un hombre solitario que no recibe visitas. A veces su mayordomo pasa por aquí, compra café, pan y cigarrillos. Nadie habla con él y desde hace unos años… menos todavía.

— ¿Por qué?

—Porque después de la muerte de su hermana empezaron a pasar cosas raras para ellos, de hecho, una vez hasta dijeron que vieron a un niño caminando por el tejado.

— ¿Un niño?

Ella asintió lentamente.

— No me creas, yo no vi nada. Pero en este pueblo las sombras hablan más que las personas.

La última persona con la que hablé fue un repartidor de periódicos que descansaba en un banco, tomando una gaseosa.

— ¿El castillo? —dijo riendo—. ¿Y para qué quieres saber de ese sitio?

— Curiosidad. ¿Sabes quién vive allí?

—Un tipo al que todos evitan. Dicen que era famoso antes, un empresario o algo así, pero se volvió loco. Vive con su sobrino, que también está… raro. Nunca bajan y por otra parte nadie sube.

— ¿Tú los has visto?

—Una vez al hombre lo vi en la verja. Alto, seco, parecía una estatua, me miró como si supiera que iba a hablar de él.

— ¿Y el niño?

El repartidor bajó la vista.

— Nunca. Pero escuché que la madre murió de forma rara y que desde entonces, el niño cambió. Que ya no habla y dibuja cosas extrañas.

Me despedí con el estómago revuelto. Todos coincidían en lo mismo: el castillo existía. Su dueño era un hombre rico, excéntrico y distante. Vivía con su sobrino y desde la muerte de su hermana que también era la madre del niño… algo en esa casa no era normal.

Lo pensé una, dos y hasta tres veces. ¿Era eso mejor que seguir en las calles? No lo sabía, pero era mi única opción.

Me arreglé lo mejor que pude, escondí mis pertenencias en una mochila, respiré hondo… y me encaminé hacia mi próximo destino.

Hacia la casa del misterioso hombre...

Y hacia un destino que ni siquiera podía imaginar.

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