En el primer día, Daniel estaba sentado en el alféizar de una de las ventanas del pasillo del ala este. Miraba hacia el bosque con una expresión que parecía fija, como si se hubiera quedado atrapado en un recuerdo. Me acerqué con cuidado, sin hacer ruido. Llevaba en la mano un libro de cuentos ilustrado que había encontrado en la biblioteca del castillo.
— Hola, Daniel —saludé con suavidad—. ¿Puedo sentarme contigo?
Él no respondió, ni me miró, ni pestañeó.
Me senté en el extremo del pasillo, a varios pasos de él. Abrí el libro y comencé a leer, usando una voz ligera, como si estuviera hablándole a la brisa. Apenas había leído un par de páginas cuando él se bajó de la ventana de un salto y se marchó sin decir palabra. Me quedé sola, con el libro en las manos, el silencio rodeándome como una sentencia. Mi estómago se encogió. Era el primer día… y ya me sentía como si estuviera perdiendo.
Esa noche, mientras doblaba mis mantas, me permití llorar en silencio, no por él, por mí, porque po