En el primer día, Daniel estaba sentado en el alféizar de una de las ventanas del pasillo del ala este. Miraba hacia el bosque con una expresión que parecía fija, como si se hubiera quedado atrapado en un recuerdo. Me acerqué con cuidado, sin hacer ruido. Llevaba en la mano un libro de cuentos ilustrado que había encontrado en la biblioteca del castillo.
— Hola, Daniel —saludé con suavidad—. ¿Puedo sentarme contigo?
Él no respondió, ni me miró, ni pestañeó.
Me senté en el extremo del pasillo, a varios pasos de él. Abrí el libro y comencé a leer, usando una voz ligera, como si estuviera hablándole a la brisa. Apenas había leído un par de páginas cuando él se bajó de la ventana de un salto y se marchó sin decir palabra. Me quedé sola, con el libro en las manos, el silencio rodeándome como una sentencia. Mi estómago se encogió. Era el primer día… y ya me sentía como si estuviera perdiendo.
Esa noche, mientras doblaba mis mantas, me permití llorar en silencio, no por él, por mí, porque por primera vez desde que huí, quería quedarme y por primera vez… temía no lograrlo.
Al segundo día, en la mañana lo escuché tararear. No era una melodía. Más bien un zumbido, como un niño que trata de calmarse sin que nadie lo sepa. Me asomé por la rendija de la puerta de la biblioteca. Daniel estaba acurrucado en un rincón, dibujando en una hoja de papel.
Me acerqué solo un poco, y sin invadir su espacio, me senté a unos metros con una hoja propia y un lápiz y comencé a dibujar también. Nada especial. Solo una figura pequeña con coletas sentada en una cama, y otra niña más pequeña abrazando una almohada.
No hablé. Solo dibujé. Después de unos minutos, escuché su voz.
— ¿Quiénes son? — preguntó algo curioso
Tragué saliva.
— Yo… y Nora. Una niña del orfanato donde vivía. Ella tenía miedo de la oscuridad, así que le contaba cuentos para dormir.
Daniel no respondió, pero tampoco se fue. A la mañana siguiente encontré mi dibujo en el alféizar de su ventana. Doblado cuidadosamente. No supe si eso era un gesto de rechazo o de respeto pero lo acepté como una señal: aún no me odiaba.
Esto nos lleva al día tres, donde pasé la mañana lavando su ropa. Clara me había dejado las instrucciones exactas: temperatura del agua, detergente hipoalergénico, el orden de las camisas.
Mientras las doblaba, repetía para mí misma lo poco que había aprendido de él.
— Le gusta el jugo de manzana sin azúcar… Odia el ruido fuerte… Le da miedo la oscuridad, pero no lo admite…
Hablaba en voz baja, como si fueran secretos, como si al pronunciarlos pudiera comprenderlo un poco mejor. Cuando llevé la ropa a su habitación, encontré un dibujo nuevo sobre su escritorio, unos árboles, una figura sentada al pie de uno, un cuaderno en la mano y un pájaro en la rama de arriba.
No había nombre. Pero sentí que era para mí, así que lo doblé con cuidado y lo guardé entre mis cosas.
Esa noche, en la cocina, mientras preparaba pan tostado y sopa para ambos, lo escuché reír desde el pasillo. Una risa baja, fugaz pero real.
Habían pasado ya tres días enteros con apenas palabras, apenas miradas. Daniel seguía manteniendo una muralla entre los dos. Había momentos en los que parecía abrirse, pero luego se alejaba, como si tuviera miedo de necesitarme y yo también tenía miedo porque mi semana estaba por terminar.
Esa noche, me senté en su habitación mientras él fingía no mirarme. El aire estaba frío, y solo la lámpara junto a su cama estaba encendida. Me sentía vacía, como si todo el esfuerzo hubiera sido inútil y no pude evitarlo.
Rompí a llorar, ya no pude contenerlo. Las palabras se me atoraban en la garganta, y la impotencia pesaba como una piedra húmeda en el pecho.
— Estoy haciendo lo mejor que puedo —dije entre sollozos—. Lo intento, Daniel. De verdad. Solo quiero ayudarte. Solo quiero que estés bien. Que… que no te sientas tan solo.
Él no se movió. No bajó la mirada. Simplemente me observaba con esos ojos grandes y quietos, como si tratara de comprender algo demasiado complejo.
— Tú no sabes lo que es perder a tu mamá —dijo al fin, con una voz suave, pero cargada de una tristeza más vieja que él.
Me limpié las lágrimas con la manga, temblando.
— No. No lo sé —admití—. Pero sí sé lo que es perderlo todo, sé lo que es vivir esperando que alguien vuelva por ti… y que nunca lo haga. Sé lo que es acostarse sin que nadie te diga buenas noches, y despertarse sin que a nadie le importe que sigues ahí.
El silencio se hizo espeso, se podía escuchar el tic del reloj del pasillo, lejano, marcando cada segundo como si contara nuestras respiraciones.
— Cuéntame de Nora —murmuró entonces.
Me quedé quieta un segundo intentando procesar la petición de Daniel y entonces hablé
Le conté de cómo Nora me seguía por los pasillos del orfanato, siempre a medio paso detrás de mí, como una sombra fiel. De cómo escondíamos pan bajo las almohadas porque a veces las cenas no alcanzaban. Le hablé de sus carcajadas, agudas y suaves, como el tintineo de una taza rota, cada vez que yo fingía que un ratón hablaba con voz de princesa.
Le conté de los paseos mensuales, cuando nos llevaban al parque y podíamos tocar el césped sin que nos gritaran. De Tomás, el niño travieso que siempre terminaba castigado por pintar las paredes con barro. Le conté de la noche que quisimos escapar, y de cómo nos quedamos dormidas antes de llegar a la reja.
— Nora aún está allá —dije al final, bajando la voz—. Y a veces sueño con sacarla. A ella… y a otros. Los que siguen atrapados, los que nunca conocieron otra cosa.
Daniel me miró sin decir nada. Pero algo en su rostro cambió. No una sonrisa, no una palabra amable. Solo un leve relajo en los hombros. Un parpadeo más largo. El tipo de detalle que se aprende a leer cuando has vivido entre niños rotos..
— Volveré por ella algún día —le confesé sintiéndome segura—. Y por otros niños también.
Daniel no dijo nada. Pero esa noche, cuando me levanté para irme, me detuvo con un tirón leve en la manga.
— No te vayas todavía. Cuéntame otro.
Y yo supe que, aunque el tiempo se agotaba… algo estaba empezando.
Llegó el último día y me levanté con el corazón apretado. Encontré a Clara en la cocina, preparando café. Me acerqué con la cabeza baja.
— Gracias por la oportunidad —le dije—. Sé que no cumplí con todo. Pero lo intenté. De verdad lo hice.
Ella me observó, sin dejar de remover el café en la olla.
— ¿A dónde piensas ir?
— No lo sé. Buscaré otra casa, otro aviso. No es la primera vez que empiezo de cero.
Clara dejó la cuchara sobre el plato y se secó las manos.
— No necesitas empezar de cero, Emma.
— ¿Qué…?
— A Daniel le gustas —dijo con suavidad—. Quiere que te quedes.
Me quedé muda. Mi garganta se cerró. Las lágrimas subieron tan rápido que no pude detenerlas.
— ¿En serio?
— En serio.
Me reí entre lágrimas, sin poder creerlo.
— ¿Y el señor Alejandro?
Clara levantó una ceja, divertida.
— El señor Alejandro ha estado observando desde el segundo piso toda la semana. No ha dicho una palabra. Pero si no te hubiera querido aquí, ya estarías fuera desde el primer día.
Le sonreí con timidez, sintiendo un calor nuevo florecer dentro de mí.
Ese día, cuando Daniel me dio la mano por primera vez para bajar las escaleras, no supe si estaba aceptando mi ayuda… o salvándome sin saberlo.
Y desde lo alto, en la galería del segundo piso, Alejandro nos observaba en silencio.
Una sombra inmóvil… con el corazón, quizás, menos frío de lo que aparentaba.