Capítulo 9

— PERSPECTIVA: Emma

No sabía cuántas veces había metido y sacado la misma blusa de la maleta. Mis manos se movían solas, doblando y desdoblando, como si en ese gesto inútil pudiera atrasar la hora de irme. El cuarto estaba en silencio, salvo por el roce de la tela y mi respiración acelerada.

Cada vez que miraba hacia la puerta, esperaba ver a Alejandro entrar y decir que todo había sido un malentendido. Que no me echaría. Que… me creía.Pero esa esperanza era ridícula. No era un hombre que dudara de lo que decía. Me agaché para guardar el último par de zapatos cuando escuché unos pasos pequeños corriendo por el pasillo. Luego, un golpe suave en la puerta.

—Emma… —La voz era tan bajita que tuve que acercarme.

Abrí y ahí estaba Daniel. Su cabello despeinado, los ojos húmedos y una determinación que no había visto en él en toda la semana.

—No te vayas.

Tragué saliva.

—Daniel… —Me agaché para estar a su altura—. No puedo quedarme. Tu tío piensa que le mentí.

—No me importa lo que él piense. —Sus labios temblaron—. Tú… tú eres la única que no me mira como si estuviera roto.

Las palabras me atravesaron como un cuchillo caliente. Le acaricié la mejilla, sintiendo la tibieza de su piel.

—Yo tampoco quiero irme —susurré.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, mirándonos sin hablar. Hasta que la sombra de alguien llenó el umbral.

Alejandro.

Daniel se giró hacia él, y en un acto que nunca hubiera esperado, corrió y lo abrazó con fuerza.

—Tío… no dejes que se vaya.

Alejandro se quedó quieto. Cerró los ojos como si algo le doliera, y cuando los abrió, me miró. Esa mirada… fría, pero también cargada de algo que no supe nombrar.

—Puedes quedarte —dijo finalmente—. Pero hay condiciones.

Mi corazón se aceleró.

—¿Cuáles?

—No pondrás un pie fuera de esta casa. Excepto para cuidar a Daniel, tu tiempo es mío.

Sus palabras fueron como una cadena invisible que se cerraba alrededor de mi cuello. Sentí que la habitación se encogía.

—¿Suyo? —pregunté, intentando no sonar alterada.

—Significa que estarás disponible cuando yo lo diga. Nada de escapadas, nada de visitas. Quiero saber dónde estás a cada hora.

La tentación de responderle con algo ácido estuvo a punto de ganarme, pero entonces vi a Daniel. Sus ojos suplicaban. Y entendí que, por él, podía soportar lo que fuera.

—Está bien —murmuré.

Los primeros días bajo esa condición fueron extraños. Por la mañana, desayunaba con Daniel. Al principio hablaba poco, pero con dibujos y pequeñas historias logré que soltara alguna sonrisa. Incluso comenzó a buscarme cuando tenía una pesadilla.Eso me hacía sentir útil… viva.

Pero Alejandro… él aparecía en los momentos menos esperados. A veces me encontraba en la biblioteca y se quedaba en silencio, observándome como si estuviera evaluando cada movimiento. Otras veces pasaba cerca cuando yo y Daniel jugábamos en el jardín, sin intervenir, pero sin apartar la vista.

Era como si quisiera asegurarse de que cumplía mi palabra.

Una tarde, mientras doblaba ropa en la habitación, escuché un golpe en la puerta.

—Adelante.

Él entró, vestido de negro, impecable como siempre.

—Necesito que prepares a Daniel para la cena de esta noche. Tendremos una visita.

—Claro —respondí, evitando su mirada.

Pero él no se movió. Se acercó a la ventana, observando el atardecer.

—Sé que crees que estoy siendo injusto.

Me mordí el labio.

—No lo creo. Lo sé.

—Podrías agradecer que no te entregué a la policía.

—Y usted podría agradecer que no me fui cuando me trató como a una criminal.

Sus ojos se encontraron con los míos. Por un segundo, pensé que iba a sonreír. Pero se giró y se marchó, dejándome con el corazón latiendo como un tambor.

Esa noche, después de que la visita se fuera, salí al pasillo para tomar un poco de aire. El castillo, iluminado solo por lámparas antiguas, parecía aún más inmenso. Mis pasos resonaban en el mármol.

Lo encontré en la galería, mirando por la ventana hacia los jardines. Su perfil recortado por la luz era… inquietante. No parecía el mismo hombre que me había gritado días atrás. Se veía cansado, casi vulnerable.

—¿Por qué me odia tanto? —pregunté sin pensarlo.

No se giró.

—No te odio.

—Podría jurar que sí.

—Odio… lo que me recuerdas.

Quise preguntar más, pero su tono cerró la conversación. Sin embargo, esa frase quedó repitiéndose en mi mente.¿Qué podía recordarle yo? ¿Qué tenía que ver con su vida?

Los días siguientes, comencé a sentir algo que no me gustaba admitir: su presencia. Incluso cuando no estaba cerca, lo sentía observando. Y a veces, cuando nuestras miradas se cruzaban, había algo más que vigilancia. Algo que hacía que mi estómago se encogiera.

No era miedo, era otra cosa.

Una noche, después de leerle a Daniel hasta que se quedó dormido, pasé por la sala y lo vi en el sillón, con un vaso de whisky en la mano.

—¿Quieres algo? —preguntó, señalando la botella.

Negué.

—No bebo.

—Buena costumbre —comentó, y me indicó que me sentara.

—Me gustaría, pero voy a dormir, ya es bastante tarde

Alejandro comprendió y me dio a entender con su mirada que no pasaba nada. Cuando me decidí a irme, dijo algo que me dejó helada:

—Si cumples con tu palabra… tal vez podamos confiar el uno en el otro.

Y por primera vez, pensé que tal vez… solo tal vez, esas cadenas invisibles podían ser el inicio de algo distinto.

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