En casa, el tiempo había adoptado una forma extraña.
No era lento, pero tampoco avanzaba con claridad. Se deslizaba entre tomas de biberón, noches interrumpidas, silencios compartidos y rutinas frágiles que parecían sostenerse por pura voluntad.
Emma se movía por la cocina con la bebé dormida en el fular, el cuerpo pequeño pegado a su pecho, tibio, confiado. Cada tanto, ajustaba la tela con cuidado, como si ese gesto fuera una forma de asegurarse de que todo seguía en su lugar. De que al menos algo estaba firme.
Sofía hacía la tarea en la mesa, concentrada, con los audífonos puestos. Ya no preguntaba tanto. Observaba más.
Alejandro entró desde la terraza con el teléfono en la mano. Había estado hablando con alguien del trabajo. Emma no necesitaba preguntarlo: lo sabía por la manera en que él guardó el móvil, por la respiración que soltó después, como si hubiera estado sosteniéndola demasiado tiempo.
—¿Todo bien? —preguntó ella, sin mirarlo directamente.
—Sí —respondió él—. Solo… cosas