El café estaba casi vacío a esa hora de la tarde. No porque fuera impopular, sino porque el pueblo parecía haber aprendido a moverse en silencio, como si todos respetaran el ritmo lento de quienes vivían allí desde siempre.
Emma llegó con pasos suaves, todavía con el cuerpo cansado del parto reciente, con esa mezcla extraña de fortaleza y fragilidad que solo deja traer una vida al mundo. Llevaba un abrigo ligero sobre los hombros y el cabello recogido sin demasiada atención. No necesitaba verse de ninguna manera especial. No hoy.
Matteo ya estaba sentado junto a la ventana.
No se levantó de inmediato al verla. Solo alzó la mirada y sonrió con esa serenidad que siempre había tenido, como si jamás hubiera querido imponerse en ningún espacio… ni siquiera en el de ella.
—Gracias por venir —dijo él cuando Emma se acercó.
—Gracias por invitarme —respondió ella, sentándose frente a él.
Hubo un silencio cómodo. No tenso. No incómodo. Un silencio lleno de todo lo que ya se había dicho sin pala