Alejandro retomó su vida profesional como quien vuelve a ponerse un abrigo pesado después de haber pasado demasiado tiempo al sol.
No era rechazo.
Era adaptación forzada.
La oficina en Bruselas ocupaba tres plantas de un edificio sobrio, de líneas limpias y cristales amplios. Nada ostentoso. Nada íntimo. Un espacio pensado para decisiones grandes y emociones pequeñas. Allí, Alejandro volvía a ser el hombre competente, el que resolvía, el que sostenía proyectos que no podían permitirse dudas personales.
Pero él sí las tenía.
Llegaba temprano. Se iba tarde. No porque se lo exigieran, sino porque el silencio del despacho le resultaba más fácil que el silencio de su casa cuando todos dormían.
Trabajar era una forma elegante de no pensar demasiado.
El proyecto europeo que había aceptado meses atrás se había expandido. Nuevos contratos. Nuevos socios. Más visibilidad. Más presión.
Lo que antes era temporal ahora exigía presencia constante, liderazgo firme, viajes frecuentes.
Alejandro cumpl