El estudio de Alejandro tenía algo de santuario y algo de trampa. Las paredes, cubiertas de estanterías repletas de libros antiguos, desprendían un aroma a papel envejecido y madera encerada. La luz suave que entraba por la gran ventana iluminaba motas de polvo que flotaban en el aire, como si estuvieran suspendidas en el tiempo.
Clara me había pedido que ordenara el lugar mientras Alejandro salía para una reunión. Yo acepté sin pensar demasiado, aunque algo en mi interior me advertía que ese no era un espacio en el que cualquiera pudiera entrometerse.
Luego de observar por bastante tiempo este lugar que era hipnotizante, me puse manos a la obra. Pasé un trapo por el escritorio, cuidando de no mover los documentos apilados en perfecta alineación. Limpié los marcos de las fotografías, algunas en blanco y negro, otras más recientes. En casi todas, Alejandro aparecía con un semblante serio, siempre impecable, siempre distante.
Al llegar a la estantería central, algo llamó mi atención. El