El estudio de Alejandro tenía algo de santuario y algo de trampa. Las paredes, cubiertas de estanterías repletas de libros antiguos, desprendían un aroma a papel envejecido y madera encerada. La luz suave que entraba por la gran ventana iluminaba motas de polvo que flotaban en el aire, como si estuvieran suspendidas en el tiempo.
Clara me había pedido que ordenara el lugar mientras Alejandro salía para una reunión. Yo acepté sin pensar demasiado, aunque algo en mi interior me advertía que ese no era un espacio en el que cualquiera pudiera entrometerse.
Luego de observar por bastante tiempo este lugar que era hipnotizante, me puse manos a la obra. Pasé un trapo por el escritorio, cuidando de no mover los documentos apilados en perfecta alineación. Limpié los marcos de las fotografías, algunas en blanco y negro, otras más recientes. En casi todas, Alejandro aparecía con un semblante serio, siempre impecable, siempre distante.
Al llegar a la estantería central, algo llamó mi atención. El tercer estante, repleto de libros gruesos, tenía una tabla de madera ligeramente más hundida que las demás. No parecía un defecto… sino una puerta, claramente me llené de más curiosidad y me agaché, tanteando con los dedos. Un leve clic confirmó mi sospecha. El estante se abrió apenas, revelando un pequeño compartimento oculto. Dentro había un montón de papeles desordenados, como si hubieran sido colocados ahí con prisa, como si alguien estuviese intentando ocultar algo.
Tragué saliva y, sin poder evitarlo, tomé el primero que vi. Las letras en la parte superior eran grandes y rojas:
“Aviso de búsqueda – Orfanato La Trinidad”
El pulso me golpeó en los oídos. Mis ojos bajaron y ahí estaba… mi rostro. Una foto de hacía tres años: pelo cortado al rape, mirada vacía, piel más pálida que ahora. Al ver esta foto vinieron recuerdos horribles. Debajo, mi nombre completo, escrito con tinta negra y formal: Emma Ríos.
Más abajo, el nombre que me provocó un nudo en el estómago: Hermana Martha y en la parte inferior, subrayada como una amenaza: “Recompensa por información”.
Mis manos comenzaron a temblar. Sentí un frío recorriéndome la espalda. No era solo que mi pasado estuviera ahí, escondido en la casa de Alejandro… era que él lo tenía. Él sabía, o al menos sospechaba, quién era yo realmente.
Mi mente se llenó de imágenes rápidas: las puertas cerrándose en el orfanato, los gritos de Martha, el miedo constante. ¿Por qué Alejandro guardaría algo así? ¿Planeaba entregarme? ¿O…?
— ¿Qué estás haciendo?
La voz, grave y cortante, me atravesó como un cuchillo.
El aviso se me resbaló de las manos y cayó al suelo con un golpe seco. Me giré de inmediato. Alejandro estaba en la puerta, medio oculto por la penumbra del pasillo, pero sus ojos brillaban con una intensidad que me dejó sin aire.
— ¿Quién te dio permiso para tocar mis cosas? —dijo, y su tono no era solo de enojo… había algo más, una sombra de desconfianza que me heló por dentro.