Emma Valmont, crítica literaria implacable, se burló del cliché de una novela romántica… hasta que despertó atrapada en su historia como Violeta Lancaster, la villana destinada a morir. ¿Podrá reescribir su final antes de que la sentencia del libro caiga sobre ella? Entre intrigas de palacio, un compromiso político y un príncipe que empieza a mirarla diferente, Emma tendrá que demostrar que incluso la villana puede ser la protagonista.
Leer másHabía libros malos. Y luego estaba Llamas de traición, una novela tan cargada de drama artificial que Emma Valmont juró haber desarrollado una alergia a las palabras "mirada intensa" y "suspiro contenido".
Lo terminó pasada la medianoche, cerrándolo con la misma expresión que uno hace tras beber café frío pensando que estaba caliente. Se recostó en su silla giratoria, exhalando fuerte. La portada aún brillaba bajo la lámpara: una silueta de mujer entre llamas, con un vestido rojo escarlata que parecía derretirse entre pasiones mal escritas.
Suspiró, se frotó el rostro, y encendió su laptop. Los dedos encontraron el teclado como una pianista frustrada: lista para componer una sinfonía de destrucción.
"Llamas de traición pretende ser una novela romántica medieval de alto voltaje emocional. Lo que entrega, en cambio, es un batido de clichés mal mezclados y personajes que no resistirían una conversación real sin colapsar."*
"La protagonista, la dulce y virginal lady Arabella, no tiene una sola línea que no contenga un jadeo, una lágrima o una súplica. Su mayor virtud es existir, su mayor conflicto: decidir si llorar frente al jardín o en la capilla. Es como si alguien intentara revivir a Blancanieves con menos neuronas y más escote."
"Leonard de Theros, el príncipe heredero, tiene el encanto emocional de una piedra preciosa: frío, bonito, pero completamente inerte. Torturado por un pasado que jamás se profundiza y atraído por Arabella sin ninguna razón lógica, su único talento real parece ser mirar intensamente desde balcones."
"Y luego está Violeta Lancaster. Ah, Violeta. La ‘villana’ de turno. Una mujer inteligente, astuta y con ambición... lo cual, en esta historia, equivale automáticamente a: perversa, traidora y sentenciada al infierno narrativo. Violeta no tiene matices, solo frases venenosas y vestidos provocativos. Una caricatura pintada con labial rojo y palabras envenenadas. Qué desperdicio."
"En resumen: Llamas de traición no enciende nada. Salvo la furia de quienes creen que las mujeres complejas merecen más que ser empujadas al fuego por tener una opinión."
Le dio clic a “publicar” con una sonrisa triunfal.
En cuestión de minutos, su reseña ya empezaba a cosechar reacciones. Algunas aplaudían su honestidad; otras la acusaban de destruir el trabajo de una autora joven. Pero Emma estaba acostumbrada. Ser crítica literaria no era para blandos. Su blog Valmont Sin Filtros era seguido por miles y temido por editoriales.
Apagó su laptop y se metió en la cama.
—Si yo fuera Violeta —murmuró, apagando la luz—, le prendería fuego al guion y me iría a vivir al bosque. Mucho más digno.
Cerró los ojos, satisfecha.
Y entonces, calor.
Primero leve, como una cobija demasiado gruesa. Luego, asfixiante. Como si algo invisible se filtrara por su piel, quemándola sin dolor, pero con firmeza.
Trató de moverse. No pudo.
Trató de hablar. Nada.
Y justo cuando sintió que iba a desvanecerse en la oscuridad… despertó.
Pero no en su cama.
El techo era de piedra tallada. El aire olía a incienso y lavanda. Las sábanas bajo su cuerpo no eran las suyas. Eran gruesas, de seda carmesí, con bordados dorados.
Se incorporó de golpe. El espejo frente a la cama la observaba. Pero no devolvía su reflejo.
Una mujer la miraba desde el otro lado. Majestuosa, altiva. Cabello oscuro recogido en un peinado complejo, labios rojos perfectos, joyas reales colgando de sus orejas. Y una mirada gélida que Emma reconoció al instante.
—No… —susurró.
Emma había tenido muchos sueños extraños a lo largo de su vida: desde exámenes de álgebra que nunca terminaban hasta ver a Jane Austen peleando con Stephen King por una reseña. Pero nada—absolutamente nada—se comparaba con esto.
Estaba en un castillo. No una simulación barata, sino uno real: torres, candelabros, vitrales, tapices bordados a mano. El tipo de lugar que olía a historia, a intrigas… y a perfume caro.
Y no solo eso. Estaba dentro del cuerpo de Violeta Lancaster.
La antagonista de Llamas de traición. La mujer a la que ella misma había destruido con palabras ácidas en su crítica. La que moría en el capítulo 20, traicionada, despreciada, sola.
—Esto no puede estar pasando… —murmuró, mirando sus manos enguantadas, las uñas perfectamente pintadas, el anillo de esmeralda que pesaba en su dedo como una sentencia.
Un suave golpe en la puerta.
—Mi señora, el príncipe Leonard la espera.
La doncella la escoltó por largos pasillos decorados con columnas de mármol y estatuas de guerreros. Emma caminaba como si flotara sobre una cuerda tensa. Cada paso era un recordatorio de que el guion se estaba torciendo. En el libro, Leonard jamás se comprometía con Violeta. Solo la usaba para causar celos a Arabella, hasta que esta última se lo ganaba con lágrimas, promesas de amor eterno y una canción en arpa.
Y sin embargo, allí estaba ella. En el umbral del Salón del Trono.
Leonard de Theros.
Alto, impecable, vestido con una túnica azul oscuro y bordados plateados. Su corona descansaba ligeramente sobre su cabello oscuro, y su expresión era más gélida que el mármol de los pisos.
—Lady Lancaster —dijo sin siquiera inclinar la cabeza—. Tomen asiento. Tenemos asuntos urgentes que discutir.
Emma tragó saliva y se sentó frente a él, intentando mantener el porte de una noble, aunque por dentro solo quería gritar ¿¡Qué rayos está pasando aquí!?
—¿De qué asuntos se trata, Su Alteza? —preguntó, con una voz más elegante de lo que esperaba. Al parecer, el cuerpo de Violeta también venía con modales preinstalados.
Leonard no perdió tiempo.
—El Consejo ha decidido que el compromiso entre usted y yo será anunciado esta noche en el baile de la corte. No es negociable.
Emma parpadeó.
—¿Compromiso?
—No finja sorpresa, milady —respondió con frialdad—. Sus tierras en la frontera occidental contienen recursos que la Corona necesita con urgencia. El matrimonio garantizará una alianza que evite conflictos con los duques del Norte. Es un acuerdo estratégico. No sentimental.
Ouch.
Si hubiera sido una escena de novela, ahí entraría una lágrima dramática o una súplica. Pero Emma no era Arabella. Y no tenía intenciones de mendigar.
—Entiendo. Será un honor servir a la Corona —dijo con una sonrisa digna de una máscara veneciana—. Y a su conveniencia.
Él la miró por fin. Y en esos ojos grises, Emma percibió lo que los lectores del libro nunca vieron: cansancio. Dolor.
—Lady Arabella… —empezó, y ahí lo dijo—. Mi corazón pertenece a ella. No tengo intención de ocultarlo. Tampoco espero que este matrimonio le sea placentero. Pero hará su parte. Como yo haré la mía.
La noche había caído sobre Nueva York, y la casa de Leonard estaba bañada por la suave luz de las lámparas encendidas. Emma se quitó el abrigo lentamente, todavía con la tensión en los hombros por lo ocurrido con la editora. Habían hablado poco en el trayecto de regreso; ambos estaban atrapados en sus pensamientos, como si una sombra invisible hubiera viajado con ellos hasta el hogar.Cuando entraron en la sala, algo llamó de inmediato la atención de Emma: el libro Llamas de traición reposaba abierto sobre la mesa de centro, iluminado por la tenue claridad de la lámpara más cercana. No recordaba haberlo dejado allí, y sin embargo las páginas se movían con un viento inexistente, como si alguien invisible las hojeara. Emma tragó saliva, dio un paso al frente y notó que, efectivamente, se había escrito una nueva página.—Leonard… —susurró, con un temblor en la voz.Él se acercó, y juntos inclinaron la cabeza para leer. Las letras recién escritas brillaban aún con un leve resplandor plate
El sonido del reloj de pared parecía marcar cada segundo con una lentitud insoportable dentro de aquella oficina. Emma se sentía algo nerviosa mientras abría su libreta para anotar lo que la editora en jefe le pedía. La mujer, con esa serenidad tan característica y una postura impecable, le estaba explicando las pautas del próximo artículo que debía entregar.—Recuerda, Emma —dijo la editora, con voz firme pero sin dejar de sonar profesional—, quiero que el próximo manuscrito no solo atrape a los lectores desde la primera línea, sino que también tenga consistencia en su desarrollo. Quiero sentir que el texto respira, que cada párrafo conecta con el anterior.—Sí, lo entiendo —respondió Emma, inclinando un poco la cabeza mientras apuntaba con rapidez. Sus dedos temblaban ligeramente, aunque intentaba ocultarlo.Sin embargo, lo que realmente volvía más tensa la atmósfera no eran las indicaciones ni el trabajo, sino la presencia de Leonard en aquella sala. Él se había mantenido sentado a
La noche había caído sobre la ciudad y el apartamento de Leonard y Emma se sentía cálido, iluminado por las luces suaves del salón. El aroma de café recién hecho impregnaba el ambiente, mientras Emma dejaba el abrigo en el perchero y soltaba un suspiro largo, como si quisiera desprenderse de todo lo que había cargado durante el día.Leonard, recostado en el sofá con un libro abierto en las manos, levantó la mirada al escuchar la puerta cerrarse. Sus ojos claros se fijaron en ella con una atención que siempre lograba hacerla sentir descubierta.—¿Cómo te fue? —preguntó con voz serena, marcando la página antes de cerrar el libro.Emma sonrió, aunque su expresión estaba teñida de un matiz pensativo. Se acercó y tomó asiento frente a él, cruzando las piernas.—Muy bien, en realidad —respondió mientras se inclinaba un poco hacia adelante—. Hoy conocí a la editora jefe de la editorial… María Victoria de Siberia. Una mujer muy refinada, con una presencia fuerte.Leonard arqueó una ceja.—¿Y?
Habían pasado dos días desde aquella conversación en la que Leonard, inquieto, confesó haber visto a Lady Violeta Lancaster caminando entre la multitud. Emma había intentado calmarlo, asegurándole que no era más que un espejismo de su mente perturbada por tantos recuerdos entrelazados con la ficción. Aun así, la sensación de que algo permanecía inconcluso rondaba en el aire como un presagio.Esa mañana, Emma recibió una llamada inesperada de la editorial con la que solía colaborar en sus reseñas críticas. Le pidieron que se presentara de inmediato en la oficina central, pues la nueva editora jefe quería reunirse personalmente con ella para discutir un proyecto ambicioso. Leonard ofreció acompañarla, pero Emma se negó con suavidad; no era una cita social, y además, deseaba evitar que Leonard siguiera cargando con aquella obsesión por figuras del pasado.La segunda sede editorial se erguía en un antiguo edificio de piedra restaurada, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz del
La noche había envuelto la ciudad en un manto de luces distantes y murmullos apagados. Desde la ventana del pequeño apartamento, Emma podía ver el reflejo de los rascacielos, parpadeando como estrellas modernas que nunca dormían. Afuera, Nueva York continuaba su ritmo frenético, pero dentro, la calma parecía haberse instalado… al menos en apariencia.Leonard yacía recostado en el sofá, con una manta cubriéndole las piernas, observando cómo Emma pasaba las páginas de un libro con la concentración tranquila de quien busca un refugio en la lectura. Pero en su mente, las palabras que había visto en la pantalla esa tarde seguían ardiendo. La figura que se asemejaba tanto a Lady Violeta Lancaster no lo dejaba en paz.Se removió un poco, incómodo, y la miró.—Emma… —dijo, rompiendo el silencio—. Puedo preguntarte algo… y necesito que me respondas con total honestidad.Ella alzó la vista, arqueando una ceja, pero dejó el libro a un lado.—Claro, Leonard. ¿Qué ocurre?Él inspiró hondo.—Cuando
La mañana amaneció limpia, bañada por un sol que se filtraba entre los altos edificios de Nueva York. Emma Valmont se miró una última vez en el espejo antes de salir: chaqueta sobria, camisa blanca impecable y un toque de carmín en los labios. No era una cita cualquiera, era su primer día en la editorial más importante con la que había soñado trabajar desde que abrió su pequeño blog literario.Leonard la observaba desde el sofá, todavía con una ligera expresión de asombro que no conseguía disimular. Vestía ropa moderna que Emma le había ayudado a elegir: camisa azul marino y pantalones oscuros, nada parecido a las túnicas de seda o los uniformes de gala de Theros. Sin embargo, su porte regio lo delataba.—¿Lista para tu… batalla de palabras? —preguntó Leonard con un deje divertido.Emma sonrió.—No es una batalla, pero… supongo que sí.Salieron juntos y tomaron el metro hacia Manhattan. Leonard, como siempre, miraba todo con la fascinación y el desconcierto de quien ha sido transporta
Último capítulo